Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Se supone que uno escribe para los lectores porque les interesan las cosas que uno trabaja en la computadora, porque son de utilidad pública o sirven para entretener. También se supone que uno se ocupa de asuntos interesantes, o adecuados para el solaz, porque los editores de los portales solicitan las colaboraciones y las publican cada semana. El problema no consiste ahora en plantear el asunto de la utilidad o la necesidad de la escritura, porque el hecho de que la publiquen debido a que desde la jefatura de las páginas consideran que vale la pena, más o menos, permite evadir el jabonoso punto. Los tiros van ahora por el sendero del esfuerzo que puede significar la comunicación de algo digno de lectoría en un país cuyas autoridades se empeñan en evitar la obtención de datos que puedan conducir a una escritura plausible. Los signos empujados desde el teclado habitualmente terminan en abstracciones que no se pueden ubicar en un lugar concreto, en generalidades que, así como pueden ocuparse de asuntos nacionales, igualmente sirven para explicar problemas remotos y ajenos.
Me explico. Cada semana puedo asegurar, sin temor a equivocarme ni a caer en exageración, que el régimen de Maduro es el peor de la historia de Venezuela y una de las calamidades gigantescas de América Latina, pero topo con el problema de la falta de evidencias que no dejen el escrito colgando. Estoy seguro de decir la verdad y de que los lectores concordarán con las afirmaciones que desfilan ante sus ojos, pero el planteamiento queda como un tema de fe porque carezco de los elementos que me permitan probarlo, si quiero ser de veras serio y convincente. Puedo hablar de corrupción sin que nadie me desmienta, pero sin aportar evidencias que ofrezcan sustento. Puedo tratar el tema de la persecución política y de las torturas que abundan en las ergástulas, pero no puedo hacer, como el gran Pocaterra en La Rotunda tenebrosa, una nómina sólida de víctimas y de victimarios con nombre y apellido. Demostrar que el usurpador es una mediocridad sin atenuantes tal vez sea lo más sencillo, pues el hecho rebota en toda su imponente magnitud frente a quien le observe cuando habla por televisión, pero sobre el resto de los dislates y los horrores de su dictadura falta documentación. Aun sobre la hambruna popular, a menos que pesque sus pruebas a través de las capturas fugaces de unos transeúntes avisados y atormentados.
Es el mismo escollo con el que tropiezan las academias, las instituciones independientes y las oenegés deseosas de brindar versiones objetivas de la tragedia nacional. Se apoyan en las informaciones que tienen, que habitualmente son muy pocas, sin completar los análisis para los cuales están preparadas y sobre cuyo desarrollo quieren profundizar. La dictadura ha secuestrado la información a través de la cual se pueden probar sus desmanes y ubicar sus fechorías sin alternativa de duda. Se ha ocupado de que las versiones que las descubren no tomen altura, no lleguen hasta donde cualquiera las pueda divisar. Les han quitado un ala antes de volar. Por fortuna, una legión de periodistas combativos, jugándose su libertad, su integridad física y hasta su vida, impiden el cerco redondo que la usurpación ha puesto a las muestras de su horror. De allí que todavía se puedan manejar datos concretos, debido a los cuales podemos los opinadores acceder a temas que no parezcan del limbo.
Por fortuna, contamos con la inhabilidad de los mismos que se han encargado de cerrar las fuentes de la información. La manera de comunicar sus versiones de la realidad es tan torpe que se vuelve contraproducente. La clausura de las evidencias no puede ser ocultada por sus balbuceos. La TV del régimen y la infinita cadena de sus emisoras de radio quieren ser flechas envenenadas contra quienes ven las cosas desde otro prisma, pero se vuelven búmeran letales. Si a esto se agrega la orfandad de opinadores serios que les pesa como una roca, la carencia casi absoluta de plumas respetables y convincentes, su pata de palo tambaleante se agrega a la procesión de cojos que han querido imponer. En suma, la sobreabundancia de los clichés oficialistas despeja la cortina con cuya espesura han pretendido tapar o disimular un paisaje inhóspito. De allí que podamos los escribidores de la otra orilla seguir haciendo el trabajo, aunque sin los bastones y las muletas que de veras hacen falta.
Caigo ahora en cuenta de que pasé por alto un asunto que parece trivial, pero que es de envergadura cuando uno habla de escribir contra la usurpación y de que lo lean. Veré cómo hago para mandarle a La Gran Aldea esta nota que ya termina, porque no hay luz en casa desde ayer y la señal de Internet brilla por su ausencia.