En vísperas de la Pascua – Asdrúbal Aguiar

Por: Asdrúbal Aguiar

Asdrúbal Aguiar

Se inicia otro tiempo para los cristianos, otro paso, de allí el nombre, pascua. Lo usan los judíos – como pésaj – para significar su tránsito desde Egipto hasta la tierra prometida, y luego los cristianos, para señalar el paso de Jesús desde su muerte hasta la resurrección.

El huevo de pascua mundano indica inicio de la vida, fertilidad. Y en una suerte de trasposición cultural, se habla por ello, quizás, de la pascua de Navidad a partir de la Edad Media. Es el tiempo, el paso que ocurre desde el 25 de diciembre, signado como la fecha de nacimiento del Niño Dios hasta su adoración por los Reyes Magos, la Epifanía, la del 6 de enero, su manifestación ante el mundo.

Uno y otro significado, o ambos a la vez, ilustran lo esencial a la experiencia de quienes somos venezolanos y a ser compartido con los otros pueblos que nos son próximos en la vecindad, por andadura cultural, o como punto de destino obligado y en esta hora compleja.

Interpreta cabalmente a las diásporas. Identifica las rasgaduras del alma y de la piel – que evocan la crucifixión y posterior resurrección, la pascua florida – sufridas por todos nuestros compatriotas y otros seres humanos, que se resumen, como paso, en la idea de la esperanza.

Es el tránsito, es el anhelo por la vuelta y a la manera agonal de Ulises en la tragedia griega, pasados 20 años, anheloso de su reingreso a Ítaca.

Sufre este la guerra, transita avatares sumos luego de su paso, hasta que, finalmente, vuelve y no vuelve a manos de su amada Penélope.

Pascua interpreta, para nuestros adentros, inevitablemente, la soñada transición en Venezuela; léase, superar el tiempo en el que a todos los hijos de esta tierra común se nos ha aproximado una esponja de hiel a la boca, que exacerba el íntimo deseo colectivo por el renacer.

La historia nuestra no es miel sobre hojuelas.

Vivimos períodos de oscuridad inenarrables, que hemos desterrado de la memoria para no hacernos más gravoso el presente. O acaso por ello. Pero cabe desenterrarlos en sus ejemplaridades, para readquirir, observándolos, confianza en las realidades de concordia y logros útiles que hemos sido capaces de darnos, a costa, incluso, del beneficio propio.

La falta de esta perspectiva, como lo creo, es lo que nos lleva a maldecir tiempos duros vividos pero fructíferos en construcción, bendiciendo épocas de negación de libertad, apreciadas como un bien o como un mal menor ante el mal absoluto que nos carcome ahora. Es lo que nos impide apuntar a lo mejor conformándonos con el amainar de los dolores, transando nuestras vidas y dignidades en el altar de los verdugos.

Horas de infamia vive Cristóbal Colón desde cuando nos descubre en 1498.

Su obra la plagia el italiano Amerigo Vespucci. De ella se apropia Alonso de Ojeda, quien le traiciona después de servirle. El Comendador Bobadilla, que se reparte el oro de la Corona entre sí y los suyos, le hace preso y con hierros lo envía a Cádiz. Otro tanto le ocurre, 300 años después, a Francisco de Miranda, infamado por Simón Bolívar, su servidor: “Que mayor daño me ha hecho el mal decir de las gentes, que no me ha aprovechado el mucho servir y guardar”, escribe compungido el Almirante a Sus Altezas, en la pascua de navidad del 1500. Les exige, como única gracia, restituirle la honra.

Horas lúgubres vive nuestro segundo Arzobispo de Caracas y de Venezuela, Narciso Coll y Prat, al momento en que, tocados por el luto y la sangre los venezolanos, entre 1812 y 1813, cuando la hora se nos hace fratricidio y la guerra a muerte lleva hasta Caracas al mismo Bolívar, aquél no logra convencerlo de que revoque el fusilamiento que ordena de los 800 presos: “Uno menos que exista de tales monstruos, es uno menos que ha inmolado o inmolaría centenares de víctimas”, es su respuesta al Prelado.

Coll apuesta a lo trascendente, en la hora de la perfidia y las persecuciones: “El imperio de una parte, el sacerdocio de la otra”. Por ende, a la caída la Primera República cuida del corazón del patriota Atanasio Girardot, enterrado en la Iglesia y que pretenden profanar los realistas. Y al enjuiciarlo éstos y luego morir en España, habiendo renunciado a la Silla Episcopal, es su última voluntad se remita su corazón a Caracas. El Iris de Venezuela, el pasquín de época, no obstante, ofende su memoria. Han de pasar 30 años más, para que, sosegados los ánimos, la Municipalidad le rinda homenaje de gratitud a quien fue nuestro “nuncio de la paz”.

“La nueva Venezuela – dice González Guinán – surge de un volcán encendido por el demonio de la ingratitud”.

Recuerda que antes de volver a perderse la república en el vendaval de las guerras fratricidas y la generosidad hasta para los odios, en buena hora la calma invade al campo de la política sólo cuando la iluminan “los espíritus de la razón”.

A partir de 1830, mirándonos en los ejemplos de 1810 y 1811, haciendo ceder a las espadas y permitiéndosele a las luces dibujar la esperanza, construimos un primer paso, una pascua: “En el campo de los comicios coronó la victoria una candidatura civil, que por desgracia no pudo perdurar”. Mas la ley adquirió prestigio, las instituciones republicanas fueron cumplidas, y el ciudadano fue dueño de su personalidad.

Otra aurora, pues, sobre el sacrificio y el desprendimiento, habrá alcanzarnos a partir de este tiempo propicio, en el que abrazo a todos mis hermanos en la patria. Feliz Pascua donde quiera que nos encontremos.

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