La razón de la sin razón no es la mejor razón, ni que la pinten de razón.
Pueden juguetear con las palabras, pararse frente a cámaras y micrófonos y pretender que antes no dijeron lo que sí dijeron. Pueden cambiar las versiones. Ajustar la narrativa. Ahí está la verdad, cruda, dura y simple, que siempre termina desplegándose.
Sí, ya sabemos. Cambio de estrategia. Para que el asunto se quede aquí. Para evadir eso a lo que tanto le temen, a las togas que no pueden controlar.
Matar es delito. Crimen, atroz. Y también es pecado. “No matarás”, reza claramente el quinto de los diez mandamientos, sin dejar resquicio a dudas.
Aparece la palabra “culposo”, cuasidelito. Cuando se usa junto a “homicidio” es algo así como fue sin querer. Excusa vana y banal para justificar lo injustificable. Hay culpables pero la responsabilidad del que ordena se pierde en una canción desafinada con un estribillo de yo no fui. Que pague el perejil que acató la orden que nunca fue dada por escrito.
Pero ahí está la sombra. Del dolor, del horror. Imposible de borrar, que no desaparece. Y esa sombra está en la memoria, en la conciencia de quienes nunca dejaron de saber la verdad, esa verdad que mil declaraciones, mil proclamas o mil sentencias no pueden cambiar. No es cierto que una mentira repetida se convierte en verdad. Una mentira siempre será una mentira, aunque la tapicen. Una verdad enterrada acabará saliendo de ese sepulcro. Porque las verdades son inmortales. No prescriben. No tienen fecha de vencimiento.
Y los luchadores por la verdad y la justicia, no dejarán de buscar que el derecho deje de estar torcido.
El expediente tiene miles de folios. No es de tinta invisible. En él está ella, la verdad, la poderosa verdad.
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