Por: Jean Maninat
La política en el Reino Unido se distinguió por llevar en alto la flama de la supuesta flema que caracterizaría el temperamento de los británicos natos y bien educados. Un cierto distanciamiento frente a los acontecimientos, una compostura a toda prueba, y la armadura de un humor ácido e ingenioso cuyo mejor ejemplo es el catálogo de frases célebres -por ocurrentes- que se le atribuyen a Sir Winston Leonard Spencer Churchill. Con los años se ha hecho de él una figura caricaturesca con la que se suele adornar los jarros de cerveza que venden las tiendas de souvenir. Y, para colmo, excelentes actores lo han impostado ladrando como un irritable bulldog inglés. Poor dearest Winston!
Todos sabemos que detrás de ese sobrio donaire que ostentan las clases dominantes británicas, conviven toda clase de travesuras y bochinches, mucha frivolidad y una decadencia de museo de Madame Tussauds. Basta con pasearse por algunas de las series televisivas que retratan el infantil día a día de la Corona, o las querellas actuales entre dos mimados hermanos, para entender que su misión es enternecernos divertidamente con su pompa y circunstancia. El precio es alto a pagar para los contribuyentes británicos, pero las mayorías plebeyas lo asumen con leal entusiasmo, sobre todo si hay bodas reales.
Pero el retrato no ha sido siempre rosa. John le Carré dedicó su extensa obra a desmenuzar los precipicios morales de los miembros de los servicios de espionaje británicos, que por años fueron el coto privado de las upper classes. La madeja de traiciones, delaciones, intereses burocráticos, infidelidades, retrata a seres que antes que aristócratas eran humanos como los que toman el metro, conspiran contra el nuevo jefe al llegar a la oficina, se emborrachan en el bar de la esquina, y sueñan con unas vacaciones en el mediterráneo, pero sin cónyuge. En su novela póstuma, Silverview, le Carré nos deja un regusto de esa estirpe de truhanes idealistas, animosos y luego desengañados que fueron la materia de su mundo literario, y de nuestro deleite.
Pero si de pícaros se trata, ninguno como Boris el Único. Ha tomado siglos para que el azar y la necesidad produjeran tamaño artificio biológico, capaz de poner en peligro la economía de su país con el Brexit, negar inicialmente la pandemia de COVID-19 y burlarse luego del esfuerzo de reclusión que exigió a sus conciudadanos mientras él y sus íntimos celebraban su cumpleaños con una fiestecita en 10 Downing Street en pleno confinamiento.
Es el modelo europeo del político lenguaraz y mentiroso que, en nombre de su supuesta lucha en contra de “la política tradicional”, quiere detonar la institucionalidad democrática. Es difícil precisar si el virus político populista que representa es el originario, o es de una cepa diferente de la que ya se instaló en Latinoamérica. A diferencia de sus pares más abajo del Río Grande, es un hombre culto, formado en Eton, y estudió Filología Clásica en Balliol College, Oxford. Lo que prueba que la cultura no vacuna en contra de la egocéntrica irresponsabilidad que ataca a los líderes populistas. Por el contrario, puede inflamarla.
Veremos qué sucede finalmente en la Cámara de los Comunes y si la investigación propuesta por la Policía Metropolitana de Londres tiene algún resultado. Al virus de Boris lo detiene el sentido común, pero actualmente es escaso, como su falta de modestia.