Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Fue Spinoza el primer pensador moderno en advertir que toda determinación niega. Y es que, como habían observado los antiguos, un todo sin partes –sin determinaciones, precisamente– no es un todo sino una parte. “¿Qué es el todo?”, se pregunta Platón en el diálogo Parménides. El todo es –afirma Parménides– la unidad, lo uno. Y sin embargo, “Si lo uno es uno, ¿no es cierto que no podría ser múltiple?”. Pero, de ser así, entonces no tendría partes; solo que si un todo no tiene partes, no podría ser un todo, porque las partes son, por definición, partes de un todo, aquello que hace que el todo comporte esa condición. De modo que si un todo carece de partes no sería un todo sino, en todo caso, una parte. Parte, por cierto, que “ni es la misma de lo que le es diferente ni es diferente de la misma, porque lo uno no puede ser diferente de lo que le es diferente, en tanto que es uno”.
Cuando algo llega a ser lo mismo que muchos, se vuelve múltiple y no uno. El fractus latino al que, en 1975, el matemático Benoît Mandelbrot dio el nombre de “dimensión fractal”, parece ser la característica sustancial de las sociedades que han sido obligadas a emigrar. “Nosotros los refugiados”, subtitula Hannah Arendt la primera parte de su ensayo Tiempos presentes, en un esfuerzo de caracterización de la condición histórica y cultural del pueblo judío. Y, al igual que la geografía virtual de los hijos de Israel se vio severamente modificada, hasta esparcirse por buena parte del mundo, en los últimos veintitrés años las originales dimensiones espacio-temporales que trazaban los límites de la totalidad de los venezolanos se han visto sensiblemente afectadas por un fenómeno, si no idéntico –ni mucho menos–, similar al sufrido por el pueblo judío.
En nombre de un bolivarianismo retorcido y charlatán, hecho de memorias deshilachadas y de blasones ficticios, los hijos de Bolívar fueron, en algunos casos, directamente expulsados de su tierra y, en otros, forzados, obligados a salir de ella, de su hogar de siempre, de la casa de sus padres, de sus hijos y de sus muertos, el locus de sus recuerdos y, por supuesto, de sus costumbres. Como dice Vico, “ahí, quietos, al cubierto, celebraron sus matrimonios e hicieron hijos, y ahí fundaron sus familias. Y al estar durante tanto tiempo quietos y situar las sepulturas de sus antepasados en aquel lugar, resultó que fueron fundadas las primeras naciones, y sus fundadores fueron llamados «hijos de la tierra», o sea: descendientes de los sepultados”. Y así, concluye Vico, “la providencia ordenó las cosas humanas con este eterno consejo: que primero se fundaran las religiones, sobre las cuales después habían de surgir las repúblicas con sus leyes”. Hoy aquellas tierras han sido profanadas, son las cenizas del reino del olvido. Los lazos que sujetaban el ethos, y que conformaban el sereno religare, han sido arrancados e incinerados en la hoguera, en manos de la barbarie ritornata. Mnemosine –hija de la tierra y el cielo– ha sido cegada. Y de su creación, la vida productiva, solo van quedando las cenizas de la nostalgia. El todo se hizo partes y las partes se han ido haciendo un todo.
Lo diferente ha provocado en el interior del Espíritu de la totalidad una oposición absoluta. Por un lado, se ha producido la oposición de la multiplicidad de los sobrevivientes, la llamada “diáspora”, quienes, ahora, se han ido conformando en múltiples organizaciones. Una parte de ella, devenida multiplicidad infinita, se concibe solo en cuanto está en relación, es decir, como lo que tiene que ser únicamente en cuanto unificación. Por otro lado, la otra parte, que también es una multiplicidad infinita, se considera solo en cuanto está en oposición con la unidad, como lo que es a consecuencia de la separación con esa otra parte. Cada una de las partes se determina en cuanto algo que tiene su ser solo por la separación de esta última parte. La primera se autodefine como el todo. No obstante, esa forma de la totalidad, cuya multiplicidad se considera solo como relación, debe ser comprendida como lo diferente en sí misma, como una mera multiplicidad. Y, de hecho, su relación no es más absoluta que su separación respecto de lo así relacionado. Por lo cual, esta forma de vida tiene que ser pensada como lo que está inevitablemente en relación con la multiplicidad, como la posibilidad de identificarse con lo que ha excluido de sí misma. La segunda, la multiplicidad excluida del todo, tiene su ser solo en la oposición. Pero cabe pensar que debe ser comprendida como algo que no es absolutamente múltiple, dado que inevitablemente se encuentra determinada por su relación con lo otro.
“Un hombre –dice Hegel– es una vida individual en cuanto es algo distinto de todos los elementos y de la infinidad de las vidas individuales que hay fuera de él; es una vida individual sólo en la medida en que es uno con todos los elementos y con toda la infinidad de las vidas individuales fuera de él, y es sólo en la medida en que la totalidad de la vida está dividida, siendo él una parte y todo el resto la otra parte; es sólo en la medida en que no es una parte, en que no hay nada que esté separado de él”.
Por más que se intenten fijar los límites de la separación, por más que se pretenda, valiéndose para ello de la reflexión del entendimiento abstracto, romper y fijar los lazos existentes entre el todo y las partes, tratando de convertirlos en un fenómeno natural, la multiplicidad de las partes exigirá su derecho a la unidad y encontrará la forma de concretarla. Y, a la vez, la unidad abstracta del todo se resentirá de sus heridas, de las infinitas fisuras –las ausencias– que le han sido infligidas. De este desgarramiento forzado, artificioso, no puede no surgir, como consecuencia necesaria y determinante, primero, el reconocimiento de que las partes conforman un todo y, segundo, que el todo no puede ser un todo sin partes. La vida de un pueblo escindido se resume como la unidad de su unidad y de su no unidad. Cegada y aún a tientas, Mnemosine siempre conseguirá la forma de recomponer el camino trazado por el recuerdo.
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