Publicado en: El Nacional
Por: Óscar Hernández Bernalette
Alan García no es el primer presidente peruano que se suicida. También lo hizo Gustavo A. Jiménez, quien fue presidente de la junta transitoria del Perú en 1931 y luego autoproclamado jefe supremo del Perú dos años después. Otros mandatarios latinoamericanos corrieron el mismo destino: Salvador Allende de Chile, Getulio Vargas de Brasil y José Manuel Balmaceda de Chile también pusieron fin a su vida de manera violenta. Oswaldo Dorticós Torrado, cubano, quien había dejado la presidencia, corrió la misma suerte. Antonio Guzmán Fernández, presidente dominicano en ejercicio, decidió quitarse la vida cuando le faltaba poco tiempo para entregar el cargo. El ex jefe del Estado hondureño Carlos Roberto Reina se suicidó años después de haber gobernado a su país entre 1994 y 1998. Baltasar Brum, presidente de Uruguay, también se quitó la vida con un disparo en el corazón en medio de un golpe de Estado y antes de ser arrestado gritó: ¡Viva Batlle! ¡Viva la libertad! Fueron sus últimas palabras.
La historia recoge por igual la sentencia fatal de otros jefes de Estado en otros continentes y en distintas circunstancias.
En cada una de las narraciones sobre la decisión fatal de estos personajes seguramente hay causales y situaciones incomparables para tomar tamaña medida. Lo que sí es cierto es que independientemente de las razones hay un corte transversal, si bien la muerte de un presidente impacta a las sociedades, el suicidio de quienes han gobernado desarticula las fibras de cualquier país. Crea una herida profunda no solo para sus seguidores sino para sus adversarios. Por ejemplo, justo después del suceso de Alan García los centros de ayuda en Lima para el potencial suicida recibieron múltiples solicitudes de apoyo.
Confieso que me impactó la muerte de este ex presidente. Cumpliría 70 años en mayo. Fue un político que no nos fue ajeno. Para nuestra generación siempre estuvo en el centro de la palestra. Fue amigo de Venezuela y uno de los jóvenes políticos latinoamericanos que más expectativas generaba y admirábamos. Predilecto amigo de la social democracia venezolana y protegido de Carlos Andrés Pérez, quien también asomó preferir la muerte a la deshonra en su famosa frase al ser sentenciado; “Hubiera preferido otra muerte”.
Su trágico final dejará muchas interrogantes. ¿Qué puede obligar a un hombre de ese nivel, que ha sido centro de atención desde muy joven, a tomar una decisión tan drástica? ¿Por qué su incapacidad de enfrentar la justicia? ¿Qué miedos lo envolvieron; la crueldad de la cárcel, la humillación de ser acusado por corrupción, el cansancio ante la ardua pelea que tendría por delante? En fin, no serán pocas las especulaciones y análisis que se harán ante tamaña tragedia que no solo toca la fibra de los peruanos sino también la de los latinoamericanos.
Si Alan García se quitó la vida por orgullo, porque en su ego no encajaba la más mínima posibilidad de ser enjuiciado por una causa de corrupción, en la que quizás no estaba involucrado, será tema de especulación y análisis por muchos años. Por el contrario, la evidencia de haber formado parte de los turbios negocios de ese pulverizador de políticos en el que se convirtió la trasnacional latinoamericana Odebrecht, quizás responda a su violenta decisión. Lo cierto es que es muy doloroso ver que un hombre que generó confianza en millones de personas deje en la historia una huella de incertidumbre. Qué grave que la corrupción aceche la esencia de nuestras vidas ciudadanas. Qué humillación que los políticos latinoamericanos sigan viendo en el ejercicio del poder una fuente de riqueza. Qué tragedia que nuestras instituciones sean débiles, que permitan que estas naciones sean víctimas del pillaje. Qué lamentable que conceptos esenciales constitucionales como el principio de presunción de inocencia sea vulnerado con argumentos de política judicial.
El suicidio como decisión final es dramático. Difícil valorarlo como valentía o cobardía. En el fondo es como un acto heroico ante la humillación, la tristeza o la desesperanza. De muy joven recuerdo que me impactó el suicidio de un brillante político venezolano, Alirio Ugarte Pelayo. Estuvo en la palestra de la política y la diplomacia venezolana. Convocó a una rueda de prensa y se suicidó.
¿Quién entenderá lo que les pasó por la mente a estos estadistas en esos últimos minutos fatales?
Como en muchas otras tragedias, no serán pocos los que se deleitarán. La muerte de García no será una excepción. Tal como lo refiere en nota afectuosa Joselo García Belaúnde, quien fue el canciller de Alan García por cinco años y quien cita a Francois Mitterrand ante el suicidio del ex primer ministro socialista Pierre Bérégovoy: “Todas las explicaciones del mundo no justifican que se haya dejado a los perros el honor de un hombre y, al final, su propia vida”. Nuestra solidaridad con los peruanos, su familia y amigos.