Por: Jean Maninat
A su paso de regreso a España por unos días, el rey emérito, don Juan Carlos, fue dejando regados una serie de artefactos comunicacionales que tan pronto se acercaban periodistas, micrófonos en mano, explotaban y todo el mundo quedaba con la cara tiznada, incluyéndolo a él. No acertó una el rey emérito en sus respuestas a simples preguntas de oficio reporteril. No entiende uno la necesidad de someter a la monarquía española a una prueba más por tan banales motivos aparentes. No pudo ser peor el sketch elaborado por la Casa del Rey y la Moncloa. Y el daño institucional podría ser severo.
Más allá de las crónicas marineras del Club Náutico de Sanxenxo, o de las peripecias de la embarcación Bribón en la competencia (vaya nombre vistas las circunstancias por las que pasa el personaje), lo que revuelve el mar de fondo es la discusión acerca de la legitimidad/utilidad de la monarquía en el mundo contemporáneo. De no ser porque sus miembros tienen el derecho a ser Jefe de Estado, a asumir la más alta representación del Estado español, en este caso, se podrían asumir sus alegrías y pesadumbres como parte de un reality show a lo Kardashian o una serie de televisión a lo The Crown, un poco de divertimento nacional pagado por el erario público. Pero es algo más lo que está en juego.
Lo llaman pomposamente Auctoritas, la capacidad moral que otorga cierta legitimidad social y que concede confianza y respeto hacia el gobernante. Ese respeto ha volado hecho trizas en manos de políticos de buena disposición pero con terribles resultados en su gestión, y filibusteros de toda índole dispuestos a asaltar la democracia y saquearla a nombre de su salvación. Populistas de izquierda y derecha han aprendido la lección de cómo colarse entre el rebaño, vestidos con pieles de lobos y desguazar a los corderos mientras estos aplauden frenéticos y alaban, ¡llegó el lobo, hurra, un colmillo feroz para poner orden! ¿Qué tienen en común, Perón, Chávez, Bukele, Bolsonaro o López Obrador? Los incautos que se abrazaron a ellos, para después llorar lágrimas de sangre tardía.
(Por cierto, ya va siendo hora de que alguien le suelte a Don Mario Vargas Llosa un, ¿por qué no te callas?, a la hora de estarle recomendando a la gente por quién votar o no votar. Hoy es Bolsonaro en Brasil. ¿Cuál será la ocurrencia del Nobel mañana?).
Las desgracias de Don Juan Carlos son lamentables, sobre todo porque él mismo se las procuró y pareciera no ser consciente de la gravedad de lo que hizo. La sociedad española se ha volcado a exigirle que le pida perdón -cual un Boris Johnson cualquiera- que se excuse públicamente de sus andares que son, en fin de cuentas, los mismos de una sociedad que aplaudía al monarca bonachón, campechano, quien vivía alegremente de los sablazos que le daba a sus amigos provenientes de casas reales más ricas y dispendiosas, y eso todo el mundo lo sabía. Los reyes hoy en día son lobistas, unos cobran y otros no.
El rey emérito no está desnudo, al contrario, va muy bien vestido con los trajes hechos a la medida de la sociedad que tanto lo mimó en su momento y que ahora le pide cuentas.