Publicado en: Blog personal
Por: Ismael Pérez Vigil
A la memoria del amigo, Emeterio Gómez
El gobierno tiene muy claro su objetivo: Mantenerse a toda costa en el poder para continuar disfrutando de los beneficios y recursos del Estado. No necesita un Plan B. Su estrategia, o su Plan A, ha sido muy claro y ha tenido pocas variantes. Al principio este era un régimen que se sostenía y se validaba a través de procesos electorales, desarrolló así una maquinaría de ganar elecciones, bien alimentada y aceitada con recursos del estado, que reforzaba con el abuso del poder y la fuerza represiva para intimidar y desmoralizar a sus rivales.
Pero ganar elecciones era la pieza fundamental de la estrategia, era lo que le daba cierta cobertura a nivel interno y a nivel internacional y le permitía justificar ante sus seguidores –y ante el mundo– todos los desmanes que hacía en el poder. Cuando la vía electoral comenzó a complicarse, pues ya no solo perdía alguna gobernación o alcaldía, más o menos importante, sino que perdía piezas importantes de su estrategia –como un referéndum constitucional o la Asamblea Nacional– la estrategia entonces quedó reducida a la utilización de la fuerza.
El coronavirus, como es el caso de todas las tiranías, ha venido en su ayuda. Le permite justificar un mayor control social, incrementando más impunemente la represión y le permite al mismo tiempo disimular algunas carencias y problemas que se le volvieron críticos: la falta de recursos financieros para mantener su clientela populista y la falta de gasolina.
Pero la situación de la epidemia no solo le ha permitido disimular las carencias de recursos y gasolina e incrementar la represión y el control social, sino también quitarse de encima el tema electoral. ¿Por qué lo hace, si se supone que controla los procesos electorales y está en condiciones de ganar cualquier proceso de manera cómoda y sin dificultad ninguna? Porque eso no es cierto. Como ya hemos dicho, no solo ha perdido gobernaciones y alcaldías importante y la Asamblea Nacional, sino que además las propias elecciones presidenciales, en los últimos comicios, se han visto comprometidas.
Para el gobierno cualquier elección siempre es un riesgo, a pesar de lo que piensan y dicen algunos furibundos abstencionistas. No solo está el riesgo —como hemos visto— de perder procesos electorales sino también porque las elecciones permiten la movilización popular, la organización y fortalecimiento de organizaciones opositoras, que además se dan cuenta de que son capaces de lograr objetivos. Eso deja al gobierno descarnadamente con la última arma que le va quedando: la represión pura y dura y eso no es fácil de sostener en el largo plazo, ni siquiera en las tiranías más abyectas. En algún momento algunos de los que hoy le apoyan comenzarán a hacerse preguntas: ¿Por qué la gente opina de esta manera? ¿Por qué hay que sostenerlo por la fuerza? Pero, en cualquier caso –¡por ahora! –, el gobierno aún no necesita un Plan B.
Por otra parte, en la oposición se supone que también tenemos un objetivo muy simple: Salir de este gobierno, destructor del país. Razones sobran y no vale la pena repetirlas. Pero, aunque suponemos que en la oposición hay un objetivo común y compartido, tal parece que el problema es que no hay un solo plan, sino varios, o al menos diferencias de métodos, énfasis, concepción y desarrollo.
El Plan A de la mayoría opositora es simple –los planes, como las explicaciones, cuanto más simples siempre son los más correctos–, acudir a elecciones e intentar revocatorios (RR) del mandato; pero, lo que parecía tan simple se ha complicado de una manera extraordinaria, porque la convocatoria a elecciones, hasta ahora, ha dependido del régimen, y éste, que siempre teme a los procesos electorales –como hemos explicado– con la excusa de la epidemia, tras decretar el pasado 13 de marzo el Estado de Alarma, parece dispuesto a suspender las elecciones, cancelando de paso nuestro Plan A, que tiene una debilidad fundamental y es que no es algo que depende exclusivamente de nuestra voluntad, porque de nuestra voluntad solo depende la decisión de participar o no en los procesos, no convocarlos ni organizarlos. Así, dicen algunos, la necesidad de un Plan B y también la de pensar varios escenarios, surge con una lógica contundente.
Pero planes B hay varios. El más elemental y favorito de algunos es la intervención externa, sea militar o una acción de comando, que desaloje del poder a los usurpadores que lo ocupan. A los que, tras el despliegue militar en el Caribe de tropas americanas, contaban en “horas” lo que faltaba para que se produjera esa intervención, hay que recordarles que son ya muchas las horas –días, semanas– transcurridas sin que eso ocurra y por lo visto, no ocurrirá. Declaraciones recientes de altos voceros norteamericanos –proponiendo un gobierno de transición y reiterando la necesidad de negociación, incluso con mediación de Noruega–, suponemos que ha enfriado esa expectativa.
Si el Plan A, condenado siempre al fracaso, según dicen quienes lo adversan, está ahora metido en el congelador quien sabe hasta cuando, y la intervención externa está igualmente congelada, ¿Cuál es el Plan B, entonces, que aún queda en pie?; es también muy simple: Algunos dicen o sueñan –y ahora más, ante la falta de gasolina– con que un buen día saldremos todos a la calle, con toda nuestra fuerza y nos quedaremos en ella hasta que alguien “investido de autoridad” restablezca la Constitución.
En el ideal de sus “planificadores”, no importa donde empiece –antes se pensaba que en el Este de Caracas, pero parece que ya no es así– el desarrollo de este plan iría paralizando el tráfico y la vida de las ciudades; en un momento dado se iría a una huelga general, pero esta vez –a diferencia de 2002-2003– no se consumirá nada, se cerrarán los auto mercados, las farmacias, las tiendas –las gasolineras ya están cerradas–, todo. Por supuesto, suponemos que algunos entrarían en contacto con los cuarteles, con los militares, para explicarles lo que ocurrirá, de manera que cuando la población salga a la calle el día decisivo, estos militares entiendan cuál es su deber constitucional: Tomar los cuarteles y guarniciones y decirle al usurpador que debe dejar el poder usurpado, porque así lo determina el pueblo soberano. Además, gracias a los contactos y presión en los niveles internacionales, se contaría con el apoyo necesario para ser exitosos en restablecer el estado de derecho. Es un plan que no puede fallar, es absolutamente lógico. Pero, ¿Será así de simple? Porque cuando a un problema complejo –así nos dicen a los que creemos en el Plan A– se le da una solución tan simple, suele ser equivocada.
No sabemos a donde puedan llevar estos acontecimientos, pero por el momento el problema, según vemos por lo ocurrido en los últimos días, es que esa “revuelta popular”, cuando carece de objetivos políticos y se da por la apremiante necesidad y el hambre, por frustración, usualmente arremete contra la propiedad y los comercios, arrasándolos, satisfaciendo las necesidades inmediatas de unos pocos –o miles– pero no soluciona el problema de fondo y nos va dejando a todos sin los pocos recursos que quedan en el país y que luego será más difícil reponer. ¿Quién va a reconstruir en las zonas populares esos negocios arrasados cuya falta harán más complicada y difícil la distribución de insumos, alimentos y medicinas a una población que los seguirá necesitando?
Una vez más se confirma aquella afirmación de J.A.C. Brown –Técnicas de Persuasión, Alianza,1978– de hace más de 40 años, cuando analizaba el nazismo, fascismo y el comunismo: Cuando la gente descontenta y frustrada está dispuesta a ponerse en movimiento, a llevar adelante una acción de masas, lo puede hacer en cualquier “dirección” que considere que tenga una eficacia inmediata y no siguiendo, necesariamente, una idea, doctrina o programa particular. Espero que seamos muchos los que estemos pensando en estos temas.
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