Publicado en: El Universal
En los setenta Hollywood regresa al mundo real con una generación de creadores nuevos, después de décadas de películas vaqueras, “de guerra”, o apoteósicas con demasiadas escenas y actuaciones de cartón (Ben Hur, Los diez mandamientos, Quo vadis), y uno que otro fracaso, como nada menos que Cleopatra, con Liz Taylor. A la emergencia se le llamó Nuevo cine americano, cine de autor, otro pack rat que dejará obras magnas. Francis Ford Coppola (El Padrino), George Lucas (La guerra de las galaxias), Steven Spielberg (Tiburón), Woody Allen (El dormilón), Brian de Palma (Carrie), Mike Nichols (El graduado), Dennis Hooper (Easy rider), Román Polansky (La semilla del diablo), John Schlesinger (Vaquero de media noche), Michael Cimino (El francotirador), William Friedkin (El exorcista), Martin Scorsese (Taxi driver). Pero la reina de las maravillas, la máxima creación en la historia del cine, es El Padrino, afirmó rotundamente nada menos que Stanley Kubrick. El grupo es en cierto sentido, un giro gringo hacia la nouvelle vague en la Europa de Truffaut, Chabrol, Godard.
Paramount tuvo inmenso acierto y audacia en adivinar la genialidad de Francis Ford Coppola, muy lejos entonces de ser ostensible. Aunque ni siquiera figura en los créditos, había codirigido con Roger Corman, autor de montones de películas baratas, disparates en los que peleaban vampiros y extraterrestres. Su primera cinta con firma, Demencia 13, es una copia de Sicosis de Hitchcock, novatada que, junto a las dos siguientes, lo llevaron a la estrechez económica. Algo le vieron pese al dudoso curriculum y le proponen dirigir una película basada en el libro de otro económicamente arruinado, El Padrino de Mario Puzo, que más tarde se mantendrá setenta semanas entre los más leídos en la lista de NYT, y que en el siglo XX equivale a El Príncipe de Maquiavelo. Entre miles de cosas, el libro y la película relatan cómo un joven héroe de guerra, Michael Corleone (Al Pacino) comprende el significado del poder y lo que hay que tener para su ejercicio, como lo explican desde Maquiavelo y el jesuita Francisco de Vitoria.
El Padrino es su primera película en serio, con recursos, y no ha sido superada ni por él mismo ni por nadie en ninguna época. El sanedrín de las “cinco familias” que controlan Nueva York reclama que Vito Corleone (Marlon Brando) maneja cuotas del poder judicial, senadores y diputados “pero no las ·presta” para que introducir el tráfico de drogas. Don Vito se opone a “ese negocio” y atentan contra su vida”. Santino (James Caan) el primogénito, carece de condiciones para heredar a su padre, quien lo sabe perfectamente. Demuestra a menudo su incapacidad, incluso al no tomar previsiones para proteger a su padre hospitalizado. Es emocional, lujurioso, incontinente, arrogante y muere asesinado en una trampa cazabobos, que recuerda por su violencia brutal el cine de San Peckinpah (La Pandilla Salvaje) Un capo policial corrupto enredado al complot, le fractura la mandíbula a Michael. Ahí tiene la epifanía: para que sobreviva “la familia” el debe ser il capo y matar espectacularmente a los que atentaron contra su padre, lo que ocurre en una de las escenas más poderosas en la historia de la cinematografía.
Deja de ser un joven que planea adecentar la familia y se hace temible en el uso del poder, para que este no lo destruya. Los capos de las otras familias lo invitan a una reunión de “conciliación”. Descubre que es para asesinarlo, se les adelanta y los hace liquidar uno por uno, al tiempo que bautiza al hijo de su hermana Connie. El poder se ejerce en la oscuridad, porque su sustancia está más allá del bien y del mal, pugnan en ella dos fuerzas contradictorias, como en la naturaleza humana, y solo lo atajan de alguna manera las instituciones democráticas (pobre del país donde ellas no existen). A todos nos gustan la democracia y los chorizos, pero mejor no averiguar de qué están hechos. Coppola y Puzo navegan en las turbias aguas, bajo el imperio del sentido de la realidad. Maquiavelo y la dupla Coppola-Puzo. ponen al descubierto a los charlatanes que hacen gárgaras con los principios para ganar simpatías y fingen “principio” bobos, o más terrible, no entienden, la dinámica del poder.
Fidel Castro vio que debía cuidar el principio de soberanía porque la geopolítica puede desconocerlo, como le ocurrió en 1962 en la crisis de los cohetes. Para curarse en salud, ofreció públicamente a los norteamericanos devolverles cualquier prisionero que escapara de Guantánamo. Gadafi y Saddam Hussein murieron de geopolítica. Volodímir Zelenski medio comprende tarde e incompleto: el principio de soberanía es suicida si no conjuga con pragmatismo. Desastrosos y cómicos son los diletantes que mojan el panty en Alemania o Francia con los muertos ucranianos, héroes en el teclado lejos, a kms. del plomo. Que sigan muriendo ucranianos, porque mueren gloriosamente por la libertad y para que los charlatanes puedan matar su angustioso ocio y escribir imbecilidades. Una vez Pompeyo Márquez respondió a unos periodistas e intelectuales que lo increpaban en el Hotel Lutecia de París por abandonar la lucha armada. “Es que es una desigual división del trabajo: Uds. ponen novelas y películas y nosotros ponemos los muertos”. El charlatán pone boberías y los ucranianos ponen cadáveres.