Contrariamente a lo que se pueda pensar, los grandes pactos políticos de la historia no se han basado en la confianza, el respeto y el concierto en opiniones. Han tenido su fundamento en la desconfianza, la aceptación de la rivalidad como un hecho y la identificación de un enemigo en común que sólo puede ser derrotado uniendo fuerzas. Los firmantes del Pacto de Punto Fijo sentían una profunda desconfianza entre sí. Discrepaban en asuntos críticos. Cada cual se colocaba de primero y se veía a sí mismo como el mejor y hasta el único llamado a liderar los desafíos de la nación. Pero, luego de largos años de traspiés y no pocos fracasos, identificaron tres cosas: 1. Si ellos no arriban a consensos mínimos y arbitraban un acuerdo, cualquier militar se alzaría más tarde o más temprano e impondría otra vez una dictadura; 2. impuesta una nueva dictadura, dada la situación nacional y mundial, sería inevitable que se generara una o varias guerrillas financiadas internacionalmente, que destruirían al país y ello derivaría en un conflicto bélico interno pues la dictadura atacaría a su vez, lo cual tendría incalculables costos y sería de indeterminable lapso y de imposibilidad prospectiva de quién resultaría triunfador en una contienda atípica; 3. los líderes firmantes del pacto se veían al espejo y entendían que los años habían transcurrido, ya no eran tan jóvenes como cuando iniciaron sus carreras políticas y, si “esta vez” no conseguían imponer la democracia, “se les pasaría el arroz” y la historia hablaría de ellos como de “unos cuantos más”. Entonces, luego de mucho reflexionar y de varias acres discusiones, optaron por firmar un pacto que legalizaba la rivalidad y la operación política, una suerte de convivencia entre adversarios. Entre líneas quedaba claro que cualquier violación del pacto suscrito significaría tácito permiso para clavar dagas. No es cierto que se tenían aprecio. No eran amigos. Había entre ellos un respeto más concebido como precaución que como admiración. Al fin y al cabo eran férreos adversarios y como tal se comportarían, lo cual era una de las bases del pacto. Porque fue un acuerdo precisamente de desconfianza funcionó por muchos años. Pudieron abatir a la dictadura, evitaron la formación de estructuras guerrilleras poderosas como sí pasó en naciones en el hemisferio (no hay punto de comparación entre la actividad guerrillera en Venezuela y la que se desarrolló en varios países en América Latina y otras latitudes), dieron al país la suficiente paz y concordia como para permitir progreso y desarrollo y, además, aseguraron que el sistema sobreviviera a diversos fenómenos sociales, económicos y políticos. Sin el Pacto de Punto Fijo no hubiera sido dable la legalización de partidos condenados a la clandestinidad ni la pacificación, procesos esos que tuvieron un significativo impacto positivo en el crecimiento industrial y comercial del país.
Los firmantes (y los muchos que a la calladita colaboraron en la redacción y puesta en ejecución del Pacto de Punto Fijo) eran personas con arresto y no poca soberbia y ambición de poder, pero, sobre todo, con visión microscópica y telescópica, es decir, tenían visión de estadistas y, a pesar de sus “facturas pendientes”, no se quedaron clavados en un ritornello intrascendente e irrelevante. Sabían y entendían muy claramente que la salida de MPJ del poder no sería suficiente. Que muchos peligros continuarían agazapados en las esquinas incluso luego de la huida del dictador. No eran hombres de “lectura breve y reciente”. Conocían al detalle cada página de la historia de nuestro país. Todos ellos eran líderes extremadamente cultos y versados en las artes de la política, con vastos conocimientos en ciencias sociales. Eran mentes que habían dedicado casi toda su vida al estudio y el análisis y no sólo a la acción de lucha en calle y plaza. Todos eran ávidos lectores y sus pensamientos generaron obra escrita, en la que plasmaron sus hallazgos y pensamientos marcados por una dilatada experiencia en aciertos y errores. Por cierto, conocían como las palmas de sus manos la geografía política, social, cultural y emocional de Venezuela. Y cuando entendieron que era posible una nación en la que pudieran estar juntos aunque no revueltos, que podían ser rivales y competir en escenarios de libertad civilizada, tuvieron éxito. Supieron además que la puesta en ejecución del Pacto tomaría tiempo, que la tarea sería ardua y larga, que el elefante había que cocerlo con paciencia y luego comerlo a pedazos.
Hoy luce como misión imposible que los partidos (y organizaciones de la sociedad civil) que se oponen al destructivo régimen en funciones sean capaces de ponerse a la altura de las circunstancias. Se dice que los pleitos ente partidos y dirigentes parecen más bien escenas de “Aquí no hay quien viva”. No dudo que sea rigurosamente cierto que están privando más los resquemores, las rencillas, los odios, las envidias y todo el repertorio culebrero por encima de la sensatez indispensable para lograr el objetivo de cambio. Esto no es en modo alguno diferente de lo que ocurre en cualquier país del planeta que esté en problemas. Baste darle un vistazo a nuestros vecinos de continente y más allá de la mar océano. Sólo que a los venezolanos esos pleitos nos están costando -y no es un decir- sangre, sudor y lágrimas. Este país está despellejado, en carne viva. Muriendo en muy incómodas cuotas. Y es francamente inaceptable que los líderes persistan en rupturas necias cuando es obvio que mientras más se distancien menos oportunidades tienen de lograr el objetivo planteado. Entonces, lo dicho tantas veces ya y por tanta gente se convierte en obligación de supervivencia, de loa dirigentes y del país. Las tiendas apartadas las unas de las otras son una estrategia ineficiente y de corto aliento. Los lobos atacan en manada. Las leonas también. Sé que se argumentará que se precisa de un líder de la manada. Y que a ese ser no se le ve por ninguna parte. Para refutar tal principio ofrezco la historia rusa. En un momento de estrafalaria crisis de la Federación Rusa (creada luego de la desintegración de la URSS), un gordito de nombre Yeltsin se montó sobre la capota de un carro, pegó cuatro gritos y la gente, desesperada, lo siguió. Es lo que la literatura llama “liderazgo emergente”. Se convirtió en presidente. Su gestión fue desastrosa y extremadamente corrupta. Para arreglar los entuertos de su pésima imagen de beodo corrupto y ante un gran escándalo de su esposa e hija involucradas en negocios muy turbios, a un para entonces gris personaje que había sido parte de la KGB y posteriormente a su paso como funcionario de segunda en la Alcaldía de San Petesburgo y su traslado a la policía nacional en Moscú, lo convirtieron en Primer Ministro, como un elemento distractor, bajo la promesa de lealtad a Yeltsin. Ese personaje usó una estrategia de “héroe”, utilizando una supuesta acción terrorista en varias ciudades rusas para emprender una guerra espantosa contra la para entonces rebelde Chechenia. Aquello fue una auténtica masacre. A hoy se mantienen las sospechas que los actos terroristas fueron planificados y ejecutados bajo orden de aquel Primer Ministro de Rusia, para generar la necesidad de un héroe salvador que el pueblo ruso pudiera aplaudir. De cualquier manera, la estrategia funcionó. El Primer Ministro se convirtió en un aforado héroe nacional con enorme notoriedad. Yeltsin, gravemente enfermo debido a sus excesos de vida, falleció. Convocadas la selecciones, el “personaje” fue elegido presidente por amplio margen. En la siguiente elección, su Primer Ministro fue elegido presidente y en el próximo periodo el “personaje” volvió a ser elegido presidente. Ese “personaje” se llama Vladimir Putin, sobre quien pesan todo tipo de acusaciones de delitos, corruptelas, violaciones de derechos humanos y de innumerables normas y leyes nacionales e internacionales. De derecha, sí. Pero un autócrata elegido por votos. Así que cuidado con los líderes de la manada.
Los firmantes del Pacto de Punto Fijo fueron lo suficientemente inteligentes, sagaces y astutos como para saber leer bien sus propias circunstancias y encontrar una manera de construir soluciones. Entendieron que la política no es un juego de garrotes y dagas. Es un inteligente arbitraje de razones y pasiones. Así que va siendo hora que los dirigentes de oposición, de cualquier partido u organización, se curen los ataques de caspa, se encierren ya en una sesión para producir un pacto y usen la desconfianza como el mejor cemento para pegar sus ladrillos.
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