Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Bolívar es ahora la inspiración y el escudo de los buenos, de los “rojos-rojitos”, mientras los demás nos quedamos sin templo y sin santón, sin tabernáculo y sin patriarca. De allí que tal vez sea ya tiempo de que miremos a otros orígenes menos troyanos, menos bíblicos, menos exagerados, más de los montes nuestros que del Olimpo, en el cual los ciudadanos actúen, por fin, el papel principal.
Los gobiernos que siguen a la tiranía gomecista promueven el culto a Bolívar y a sus colaboradores como factor de aglutinamiento. Hablan como albaceas de la voluntad de unificación nacional, sin banderías ni partidos enemistados, sin interpretaciones facciosas o tenebrosas, que manifestó el héroe en su testamento. Todo sale a pedir de boca, porque desde los comienzos del Estado nacional se ha levantado un solo altar del Padre de la Patria en el cual sus sacerdotes, continuados en el siglo XX por López Contreras hasta llegar a Caldera en su segundo gobierno, propusieron al Libertador como regazo en cuyo seno podíamos echarnos todos con la más diáfana de las confianzas. Nada malo les sucedería a las criaturas cobijadas en su ejemplo, según los sermones habituales. Pero de donde menos se espera salta la liebre. Hugo Chávez, el último arcipreste de la basílica patriotera, le dio la vuelta al misal de costumbre para proponer al hombre mito como inspirador de una revolución, es decir, como factor que divide en lugar de reunir. Bolívar es ahora la inspiración y el escudo de los buenos, de los “rojos-rojitos”, mientras los demás nos quedamos sin templo y sin santón, sin tabernáculo y sin patriarca. De allí que tal vez sea ya tiempo de que miremos a otros orígenes menos troyanos, menos bíblicos, menos exagerados, más de los montes nuestros que del Olimpo, en el cual los ciudadanos actúen, por fin, el papel principal.
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