Publicado en: El Universal
El sociólogo francés Edgar Morin, escribía en 1999: “todo conocimiento conlleva el riesgo del error y de la ilusión. (…) El reconocimiento del error y de la ilusión es tan difícil que el error y la ilusión no se reconocen en absoluto. Error e ilusión parasitan la mente humana desde la aparición del homo sapiens”.
Verbigracia: ese amasijo de error e ilusión de control total, tan común en política, dejó su muesca en nuestra historia reciente. Y es que igual que en la guerra, la “fricción” que según Clausewitz se multiplica gracias al contacto con el azar, desencadena “incidentes casi imposibles de prever”. Del bello modelo a su concreción, el trecho es largo, nos consta; y vive amenazado tanto por la contingencia como por las íntimas incurias que derivan de lo que es humano, demasiado humano.
Sobre esa inevitabilidad del error político -anemias de la razón como la que llevó a los troyanos, por ejemplo, a facilitar el sablazo del enemigo- se ha reflexionado en abundancia. Por misma razón, a lo largo de la historia tampoco ha faltado la prédica orientada no sólo a prever su ocurrencia, sino a atajar su impacto, la letal hemorragia. De allí que Plutarco dirija sus admoniciones “A un gobernante falto de instrucción” y brinde “Consejos a los políticos para gobernar bien”; que Maquiavelo deje cabal vademécum al Príncipe y Mazarino escriba su “Breviario de los políticos”.
Admitamos, sí, que el error no es hijo excepcional de la práctica política, lo contrario. Que incluso líderes hábiles ven manchado su historial por ser presas del cálculo poco realista, de la vanidad, del sesgo de un optimismo sin fundamento, del desorden y el autoengaño, de la desesperación que embota sentidos e impide captar la evidencia. No se trata, pues, de aspirar a suprimirlo ni negar que el error pueda ser copiosa fuente de conocimiento, de “saber hacer”; más bien de encontrar el modo de lidiar responsablemente con sus daños.
Bregar con la pifia incluye asumir, rectificar, proponer una ruta creíble de reparaciones. Y algo no menos importante: comunicarlo eficazmente a los demás. Esto, claro está, pide trascender el tradicional enfoque de la comunicación política. Lejos de la intransigente premisa de que el líder no debe explicaciones a nadie porque “el líder nunca se equivoca” (lema sobre el cual cabalga el culto a la personalidad que distingue a no pocas autocracias), toca considerar que el cambio tecnológico introduce otras claves en la relación liderazgo-sociedad, nuevas dinámicas comunicativas que reconfiguran el espacio público. Incursa en el espejismo, en la ilusión de conexión directa que urden las redes y de la que abusa el neopopulismo, también es cierto que la exposición de esos actores se ha redimensionado. Y junto con la amplificación -a veces demagógica- del éxito, la equivocación también da carne a un hiperbólico relato.
El rey está más desnudo que nunca, en fin. En la inclemente arena que habilita la revolución 2.0, aquella concepción medieval sobre los dos cuerpos del monarca (como bellamente la retrata Ernst Kantorowicz) parece haber dado paso a una prosaica fusión. La esencia intocable, inalterable del poder ya no puede sino vivir a expensas del otro cuerpo: el transitorio, el sufriente, el incompleto, el que se comerán los gusanos. Cabría pensar entonces que en la medida en que la humanidad del líder se hace más visible, también es forzoso humanizar la relación con aquellos a quienes se aspira convencer y conducir.
Trajinando con las zancadillas del ego y la hybris, con el atávico miedo a mostrarse débil e impotente ante el adversario, el liderazgo posmoderno enfrenta así renovados desafíos. La demanda de una autocrítica que solía gestionarse en discretos cónclaves, no deja de ventilarse ahora en todas las ágoras. La rendición de cuentas, la accountability, además, luce más apremiante cuando las promesas no se cumplen y el fracaso se vuelve atronador.
En este movedizo contexto, ¿cuál es el costo real de la autocrítica? Según expertos en el área de la comunicación política, el votante más bien favorece hoy “la sinceridad sobre la impostura”. Asumir errores, dice Antoni Gutiérrez-Rubí, “sitúa al político en el terreno de la normalidad. Admitir un fallo te humaniza, te hace creíble”. ¡Ah! Los tiempos ajustan la percepción. El llamado “líder humilde” o servidor, consciente de sus deficiencias, integrador y dispuesto a conceder el beneficio de la duda, se revela como un paradigma del todo afín a un ethos democrático que también pide refrescamientos.
En Venezuela, muchos de los que se restearon con la ilusión rumbosamente vendida en 2019 esperan explicaciones y francos enfoques. Antes de dejar que el desencanto estropee de nuevo la ocasión que hoy retoña, será bueno atender esos vacíos cognitivos, restañar la herida, alistarse para defender la mudanza con limpias razones. Un cambio sustancial supone apelar a esa experiencia de lo humano que si bien hoy luce tan maltrecha, casi siempre tiene chances de reivindicarse.
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