Antonio Cova, mi amado profesor, era inigualable. Con una capacidad única para entender y traducir el sentir, comportamiento, placeres y dolores del venezolano. Antonio decía que hay que abrir bien los oídos y ponerle cuidado a las frases que se escuchan en la calle. Que ellas son mucho más reveladoras que todos los hallazgos de los estudios de opinión. Y sí, el venezolano común y corriente tiene un coloquio con la realidad y es extremadamente denso en el lenguaje, aunque use frases y palabras que lucen de notable sencillez.
El respeto a los poderosos, decía Antonio, cae por el barranco cuando los venezolanos de a pie le quitan el título al que detenta el poder y comienzan a llamarlo “el señor ese”, “el tipo ese”, “el individuo ese”. Sí, así, colocándolo lo más lejos posible, haciéndole saber con lenguaje entre líneas que no goza de afectos y respetos y va acumulando desprecio.
Eso no es gratuito. Estos personajes se lo ganan a pulso. El distanciamiento ocurre como consecuencia de concluir el pueblo que ese “poderoso” mal utiliza su posición, se mofa del dolor ciudadano y se ha convertido en un reyezuelo sin linaje ni abolengo, un gordo mantecoso apoltronado en una butaca en un palacio al cual le ha quitado todo lustre y alcurnia.
Con su actitud mezquina y carente de toda compasión, el poderoso se ha convertido en un personaje de sátira. Con rimbombancia y descaro, el poderoso exhibe su bienestar ante unos ciudadanos que cada día sienten más pesado el costal que llevan sobre sus espaldas. Cada chascarrillo del poderoso es interpretado como lo que es: una befa, un pitorreo, un ludibrio.
Yerra el poderoso que cree que desde donde está puede humillar con impunidad. Mientras más arriba se está, mas dura y ruidosa la caída.
Sabio el pueblo que ya sin cincurloquio lo llama “el individuo ese”, tan frondoso y exhuberante en la producción de estolidez.