Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Se sabe que la cadencia andaluza floreció y extendió sus raíces a lo largo de las costas venezolanas bañadas por las olas del mar Caribe, bordeando la magia de las luces incandescentes del sol de la costa oriental, hasta penetrar las blancas arenas y los cardonales, incorporándose a la exuberante selva de la geografía tropical. Decía Hegel que el paisaje marino es el paisaje característico de la libertad. Muy pronto, más pronto de lo esperado, el “palo” flamenco español se hizo indio y negro también para devenir “polo”, del cual el margariteño o neoespartano es, si no la más acabada, una de sus manifestaciones estéticas más depuradas y ricas.
Hay un “polo” en particular cuyas primeras letras recogen el significado de lo que, según Kant, configura el itinerario por el que debe transitar nada menos que la arquitectónica de la Razón Pura, desde la estética trascendental, pasando por la analítica, hasta adentrarse en las aporías de la razón. Es el que dice: “El cantar tiene sentido, el cantar tiene sentido, entendimiento y razón”. Es verdad que el entendimiento es el gran diseñador de las conquistas de la sociedad contemporánea. Pero también es verdad que, a causa de sus manías distintivas y regulatorias, ha contribuido decididamente en la construcción de diques y férreas alcabalas, de “controles”, entre la estética y la dialéctica trascendentales, entre lo sensible y lo inteligible, entre el ser y el pensar, entre el creer y el saber, transmutando la fantasía estética en un “instructivo para el usuario” y la fuerza de la razón en acto de revelación mística del lejano más allá.
Una nación se sustenta sobre un proyecto –cabe decir, sobre ideas y valores– de común historicidad, no sobre un “plan” del cómo se hace, así se le llame del “país” o de “la patria”. Y mucho menos sobre la vergüenza de una caja de alimentos o de las bonificaciones de la ganga populista. Ya nada extraña en la era de la hegemonía de la cultura reguetón. Y ya ni siquiera parece que “el cantar” del viejo “polo” pueda guardar algún sentido. Lo que las abstracciones del entendimiento tocan se mutila y diseca. Reflexivo y duplicador como es, el entendimiento convierte el rostro en ficción y la ficción en rostro. A consecuencia de su predominio, los bosques son leña y la selva amazónica es “Arco Minero” y cenizas. A partir de sus intervenciones, las imágenes son cosas que tienen ojos pero no ven, oídos que no oyen y el tacto figura sentir lo que no siente. Hace siglos dejó de ser intelligere para devenir big brother, en este caso, pintado en negro sobre fondo rojo. En fin –al decir de Hegel–: “Como los ideales no pueden ser tomados en la realidad completa propia del entendimiento como troncos y piedras, se les convierten en ficciones, y toda relación con ellos aparece como un juego insustancial o como dependencia de objetos y como superstición”.
Contrapuestos como si se tratara de dos absolutos, lo finito –el día a día– limita lo infinito –la idea concreta del Ethos–, poniendo entre paréntesis su infinitud, mientras lo infinito, a su vez, niega lo finito, haciéndole desaparecer day after day. En una expresión, contrapuestos como dos cosas distintas, incapaces de reconocerse recíprocamente, ni lo infinito es infinito ni lo finito puede llegar a subsistir. Todo es un “periódico de ayer”. El entendimiento ha obrado: ha preparado el terreno de la insustancialidad, propicio para el surgimiento del miedo y la esperanza, que se traducen en la vida tutoreada, el lenguaje vacío, la disfuncionalidad burocrática y el control mecánico del más mínimo gesto. Formas vaciadas de contenido, pero puestas en su lugar, usurpándolo. Moldes, patrones, esquemas, “modelos” carentes de vida. La corrupción del alma se objetiva como el alma de la corrupción, mientras van quedando en evidencia la pobreza material y espiritual de todo y de todos. Es el recuerdo de lo que fue y la nada de lo que va siendo. Pero la nada como estiércol del entendimiento, cuya mayor alegoría se ha objetivado en la muerte de centenares de niños en los hospitales, en la tortura y el asesinato de presos políticos, en la absoluta insignificancia del salario, en la humillación del “carnet de la patria”, en el ardid del censo nacional, en la intervención de la autonomía de las universidades. En fin, en la violación fehaciente de los más mínimos derechos humanos. Es Boves vestido de catedrático. Y es que el chavismo o, más específicamente, la narcotiranía que mantiene secuestrada a Venezuela, es hijo –quizá ilegítimo y deforme, pero hijo a fin de cuentas– del entendimiento abstracto. No salió de la nada: salió de las universidades y de las academias militares conducidas, precisamente, de sus torcidas y malformadas manos. El imperio del entendimiento es la consagración del reino de la barbarie.
Se engañan quienes –siguiendo los manuales de texto, los diccionarios o las enciclopedias, por más prestigiosos que estos instrumentos puedan presentarse en la web– definen al entendimiento como “la facultad de pensar” que, ciertamente, en algún determinado momento de su desarrollo histórico tuvo, pues, como dice Hegel, en entendimiento sin la razón es algo. En realidad, su origen, más que griego o latino, es hebreo y quizá sea éste su significado de mayor incidencia en la actual vida cotidiana, pues, en efecto, bin traduce separar o distinguir. Y es por cierto esta la función característica del entendimiento: la separación y fijación del sujeto y del objeto. Fue obra de la teología filosofante, durante el medioevo, la traducción del griego nous –el pensamiento mismo– por la de intellectus –entendimiento–, por lo cual, desde sus orígenes, el entendimiento se encuentra indisolublemente vinculado con los dogmas constitutivos de la fe positiva. La separación y elevación del reino de los cielos –del deber ser– por encima de las relaciones sociales –del ser– es, de hecho, idéntica a la separación y elevación del reino de las formas cognoscitivas por encima de la realidad. Una vez más, lo infinito es colocado de una parte y lo finito de otra. Y así como el bien se coloca del lado de los “fieles” de una determinada secta y el mal del lado de sus detractores, la verdad se pone del lado de los seguidores de la secta de los esquemas e instrumentos “cognitivos” y lo falso del lado de aquellos que se atreven a refutarlos. La “lógica” –maniquea, por donde se le mire– es la misma. Y, como es la misma, aplica para todos los unos y todos los otros. Se encontrará al infiel sosteniendo los mismos argumentos del fiel, solo que invertidos, y a la inversa. Es así como la totalidad orgánica es sustituida por una multiplicidad infinita e insustancial, aunque sumamente peligrosa, dada su cercanía con el inevitable conflicto.
Con razón, Spinoza hablaba de la necesidad de reformar el entendimiento. Lo que el gran Aristóteles le atribuyó, vale decir, “saber leer” el sustrato prescindiendo de las particularidades externas, se fue transformando en un “saber leerse”, dado que el “lector” terminó por transfigurarse en el propio sustrato. No hay causas, y si las hay no vienen al caso. Solo cuentan los efectos. No hay ni un qué ni un por qué. Sólo importa el cómo, el resto no se discute. La sensibilidad y la razón quedaron sometidas a su voraz tutelaje. El triunfo del imperio del entendimiento es, a la vez, la mayor derrota propinada al pensamiento y, con él, a la libertad.
Lea también: “La lección de Unamuno“, de José Rafael Herrera