Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“A las almas buenas de los sepultados”
G. B. Vico
Según Vico, el término humanitas fue empleado, “por primera vez y de forma apropiada, por los latinos”. Con él habituaban designar a las sepulturas, dado que “humando quiere decir enterrar”. Y fueron por cierto los entierros de los difuntos los que dieron lugar y origen a la humanidad, porque –como observa el autor de la Scienza Nuova– “al estar durante mucho tiempo quietos y situar las sepulturas de sus antepasados en un lugar determinado, resultó que fueron fundados y divididos los primeros dominios de la Tierra”. De modo que fue a causa de la tierra “humada” como nacieron los primeros humanos, los primeros “hijos de la Tierra” que, más tarde, encontrarían en Hércules su figura arquetípica, su propio reflejo idealizado, dado que fue él –símbolo mítico de los primeros hombres– quien prendió fuego a la selva nemea para poder cultivar la tierra. Cultivo con el cual aquellos primeros humanos se fueron literalmente “puliendo”. Y es que quien cultiva se cultiva. Cultivar es pensar, toda vez que se trata de encontrar el modo correcto de sujetar las ciegas fuerzas del destino o, al decir de Maquiavelo, de la fortuna. La “politeia” de los griegos, el gobierno civil, deriva entre los latinos de “politus”, que se puede traducir por limpio, liso, pulido.
Solo después de la larga noche de las tinieblas –la llamada por Vico “barbarie ritornata”–, la humanidad comenzó a redescubrirse. Volteó la mirada en busca de sus orígenes y le formuló preguntas al pasado. De pronto se fue descubriendo, se fue des-velando –a pesar del tupido y peligroso velo de los dogmas escolásticos–, hasta poder hilvanar la trama de las respuestas adecuadas. Respuestas que le permitieron reencontrarse consigo misma, en la dimensión de su “aquí y ahora”. De modo que el hallazgo de su propio pasado la hizo reorientar la miserable visión que, hasta ese momento, conservaba de sí misma. Y solo entonces se hizo humanista. Mas, con el humanismo, pronto surgiría la exigencia de volver a nacer, es decir, de re-nacer. No por caso, a ese período de la historia de la humanidad se le conoce con el nombre de Renacimiento. No se trata de repetir el pasado. Como tampoco de aferrarse al nostálgico recuerdo del ayer. Lo que fue ya no será más. Pero lo que es no es otra cosa que las ruinas de lo que fue. Y para poder resarcirlo es menester comprender lo que fue. Comprender, por cierto, quiere decir superar y conservar a un tiempo. Esta y no otra es, bajo la actual crisis de la sustancia por la que atraviesa Venezuela, la labor que toca emprender al humanismo contemporáneo.
En tiempos de hegemonía del reguetón –tan propio de la mediocridad, tan infame como Maduro y su combo de delincuentes–, conviene recordar que, en medio de la gran crisis que fue dejando a su paso la “guerra fría”, fueron las bellas formas de la música sinfónica las que animaron la magistral creación de la música progresiva de la segunda mitad del siglo XX. En una sociedad que ha hecho de la inmediatez y la superficialidad sus valores más preciados, no es de extrañar que los efectos sean puestos en el lugar de las causas y las causas en el lugar de los efectos. ¿Cómo se pueden autodefinir “humanistas” quienes, ocupando el rol de “expertos”, “analistas” o “comunicadores”, hayan terminado difundiendo –y elevando a ley cumplida– la presuposición de que el covid-19 es la causa de la crisis y no, más bien, el efecto de una sociedad mundial profundamente pandémica de espíritu, y que en medio del mayor desarrollo tecnológico de la historia de la humanidad, paradójicamente, se llegue a justificar el trance pusilánime hacia la nueva barbarie ritornata?
Y, al igual que especulan con el covid-19, los nuevos “humanistas” pretenden victimizar a los victimarios, promover a los agresores como parte constitutiva, esencial, de la dinámica “imprevisible y contingente de la historia”, porque la única salida posible que se representan para superar el desgarramiento que padece Venezuela es el de “llegar a entenderse” con los criminales que la mantienen secuestrada. Semejante “concepto” de la “historia humana”, además de indigna, pone la carreta delante de los burros. Que Maduro y sus maleantes roben, conduzcan al país a la peor de sus ruinas, repriman y asesinen, es la consecuencia de la protesta, el resultado de no sentarse a dialogar con ellos “por las buenas”, tal como “se hacen las cosas”, de acuerdo con las lecciones que, según el punto de vista de estos humanistas extraviados, “nos ha dejado la historia”. Para ellos, y ante el “épico fracaso” de la oposición venezolana, se impone un “relevo hegemónico”. Esto no es humanismo. Es hipocresía y sumisión. Vale la pena preguntarse, ¿y cómo de lo “imprevisible y contingente” se podrán sacar cuentas tan precisas?
Es una falta de respeto a la razón histórica y –como diría el buen Pico della Mirandola– a la dignidad del hombre la pretensión de sostener que, en Venezuela, la radicalización de la oposición, esa tendencia “usurpadora” y “extremista”, debe cesar. Es necesario generar una purga interna que los coloque al margen, que excluya y aísle a ese puñado de “irracionales”, que permita reconquistar la línea democrática que se trazara en 2015. No más el “mantra” del “cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres”, sino el otro, el de la vía “electoral, pacífica y constitucional”. Y, a continuación, sigue el estribillo, el de las “pruebas fehacientes” y los “irrefutables argumentos” políticos de estos grandes humanistas del presente, los nuevos intérpretes de la historia “científica” que, finalmente, han logrado, a punta de sus esfuerzos metodológicos y estadísticos positivistas, dar cristiana sepultura al “demonio” de Nicolás Maquiavelo: el pacifismo de Gandhi y el de Mandela, los movimientos políticos que pusieron fin al totalitarismo en la Europa central, el Frente Amplio chileno, el movimiento turco, la oposición boliviana. En fín, ni el mismísimo Popper se atrevería a refutar la impecable matematicidad de semejantes modelos. Hay, incluso, quienes los suman, los ponderan, los miden, los contrastan, los estiran y los convierten en gráficos. Noble labor que trae a la memoria la figura del paciente copista medieval, pero no la Virtù que anidaba en las mentes de Petrarca y Bocaccio.
Rara historia la de una historia que ha perdido la sal de la historia. Como si un pueblo distinto al de las formas culturales que le son propias a los habitantes de la India pudiese adquirir, por obra y gracia del entendimiento abstracto, la persistente disciplina del inmaculado pacifismo que, hábilmente, utilizara Gandhi como estrategia y táctica políticas para dar concreción a la larga y paciente lucha de liberación de su nación. Como si se pudiera segmentar el difuso, cruel, violento y sangriento proceso de lucha surafricano de su última etapa: la pacífica. De nuevo, las carretas adelante, los burros detrás. Como si los venezolanos mantuvieran una confrontación con actores políticos y no con criminales. Como si, en suma, no se tratara de hacer de la praxis política la expresión del espíritu de un pueblo. Nadie niega el momento crucial de un eventual “entendimiento”. Pero separarlo del proceso de lucha y confrontación que lo precede, no pasa de ser más que una ilusión, una vacía abstracción.
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