El hombre nuevo, otras estupideces y la política de los lenguaraces – Álvaro Benavides La Grecca

El hombre nuevo, otras estupideces y la política de los lenguaraces - Álvaro Benavides La Grecca
Cortesía: El Estímulo

Si de dividir los bandos se tratase; si de tener yo que escoger dónde ubicarme para la fotografía, determino soberanamente sentarme junto con los demócratas, que se cuentan por millones. Nunca con los tiranos de este mundo.

Publicado en: El Estímulo

Por: Álvaro Benavides La Grecca

La maldad y el resentimiento son tan útiles como el talento para ejercer la política, desde esa pervertida visión que se consagra sistemáticamente a la maña facilona y miserable de etiquetar al oponente, en vez de centrar esfuerzos en torno al noble trabajo exigente y sin término que hay detrás de la procura del bienestar para todos.

“Estar en el lado equivocado de la historia” es una de las etiquetas favoritas que les endilgan esos operadores políticos a sus contrarios.

¿Cuántos lados tiene la historia?, me pregunto, porque la historia del comunismo –considérese a título de ejemplo–, es una sola, no tiene otro lado ni dos aceras: la historia del comunismo es la historia del exterminio.

Se trata de la concreción de una estrategia que resume el curso de la vida en los extremismos, en un plan para amalgamar seguidores sumisos que les da mucho rédito. Su imaginario produce los extremismos buenos y los extremismos malos: no puede existir el uno si no existe también el otro.

“Este extremismo es mío y por tanto es bueno”, es el mantra con el cual muchos blanquean las perversas acciones que ellos mismos cometen en nombre de una supremacía auto conferida, esa casta llamada a cumplir con el salvamento de la humanidad. ¿Salvarla de quién?, ¿o de qué?, me pregunto también.

El hombre nuevo

En vez de tomar píldoras sedantes que les laven las culpas para poder dormir, los accionistas de esa casta se hipnotizan con ideas tales como la estupidez aquella del “hombre nuevo”, que por generaciones ha llenado la boca de sus extremismos y, al igual que el mayor de los fantasmas de su familia, ha recorrido ciudades y praderas de nuestro continente.

La boca de Fidel Castro, logotipo de los extremismos santificados, vomitó la etiqueta de gusanos sobre la frente de quienes estaban en el lado equivocado de su historia. Sabía que esa etiqueta –la fabricó para eso–, iba a convertirse en el pasaporte a la muerte para miles de cubanos y muchos miles de otros latinoamericanos que juntos estorbaban a su proyecto totalitario, calcado en alta resolución del comunismo soviético, culpable directo e indirecto del asesinato de millones de seres humanos.

Quitarle la vida a un gusano dista mucho de ser un acto delincuencial; muy por el contrario, matarlos es una medida sanitaria para eliminar las plagas que representan quienes están en la acera de enfrente, los equivocados que amenazan los sembradíos. Los muy pocos que llegan a sentir algún reparo por sus crímenes, se aplacan la conciencia con parches sanadores que alguna vez oyeron mentar a sus mentores: “Yo tranquilo…, era un gusano. Exterminar a los gusanos no tiene por qué quitarme el sueño”.

Criminales por igual

El 19 de septiembre de 2019 la Unión Europea aprobó una resolución que sentó en el mismo banquillo a los criminales del comunismo y a los criminales del nazismo: “… ambos regímenes cometieron asesinatos en masa, genocidios y deportaciones, y fueron los causantes de una pérdida de vidas humanas y de libertad a una escala hasta entonces nunca vista en la historia de la humanidad”.

Para los criminales del comunismo, lo mismo que para los criminales del nazismo, esos millones de víctimas estaban en la acera de enfrente o habían escogido el lado equivocado de la historia. Lo cierto es que esas personas masacradas, que no gusanos, repito, ni siquiera les importaba en cuál acera estaban ni a cuál lado de la historia alguien los había sentenciado.

De tan ocupados como estaban en la severa lucha de todos los días que les demandaba procurar el sustento de sus vidas y las de los suyos, esas personas no tenían tiempo para esas estupideces. Dedicaban todas sus horas a trabajar, sí, a trabajar con responsabilidad para ganarse la vida, tarea que desconocen quienes se ocupan simplemente de etiquetar a los demás, echados en sus chinchorros o desparramados sobre mullidos butacones en sus mansiones, según sea el nivel del cargo que detenten en la nomenclatura de sus pingües negociados. “De Vallecas a Galapagar”, en mi versión simplificada de un episodio todavía vivo de la política española.

Si de dividir los bandos se tratase; si de tener yo que escoger dónde ubicarme para la fotografía, determino soberanamente sentarme junto con los demócratas de este mundo –no me importa si a su derecha o a su izquierda–, que se cuentan por millones. Nunca con los tiranos de este mundo, que son los menos, aunque se arropen con la piel del cordero, se califiquen siempre como las sempiternas víctimas de todos y de todo, se paren en la acera que escojan, o se coloquen en el lado de la historia que les dé la gana.

 

 

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