Hace unos días en un foro organizado por la UCAB una amiga ponente dijo que “un país puede equivocarse; pero es inmoral obligar a un país a equivocarse”. La frase no es tan solo un ingenioso juego de palabras. Es un pensamiento profundo que debe invitarnos a la reflexión.
Por diversas razones en diciembre de 1998 Venezuela erró. Erró al elegir a una tendencia política que planteaba la destrucción para sobre las ruinas refundar el país. Tal promesa básica condensada en una palabra -Revolución- fue un disparate de marca mayor que sin embargo una mayoría numérica de electores activos escogió. Las razones para tal selección fueron variadas y han sido estudiadas por toda suerte de expertos, y van desde el agotamiento de los partidos tradicionales hasta la instigación al uso del voto como método para ejercitar el odio. Los promotores de esa “revolución” no actuaron con inocencia. Sabían muy bien lo que hacían. Pero en esa elección de 1998 el país se equivocó.
Cosa muy distinta ocurrió después, en los años sucesivos, pues ese nuevo régimen, haciendo abuso de la debilidad de las organizaciones políticas y de la ingenuidad de un pueblo en estado de ensoñación forzó inmoralmente al país a equivocarse. Y en efecto, el país erró una y otra vez, con las notables excepciones del proceso electoral de 2007, en el cual el régimen perdió el referendo para la reforma de la Constitución, y, en 2015, la estruendosa derrota sufrida por la Revolución en la elección de la Asamblea Nacional.
La Revolución tiene unos modos, unos códigos, unos sistemas que pretende imponer al país a trocha y mocha. Cuando no gana (es decir, cuando no consigue forzar al país a equivocarse), arrebata. Así hizo con la gobernación de Bolívar, ganada por Andrés Velázquez, que le fue robada por el régimen. Así ocurrió con la Asamblea Nacional, puesta en desacato por el TSJ. Así también ocurrió con la fraudulenta elección presidencial de 2018, proceso que por la vía de toda suerte de violaciones a la Constitución y las leyes hizo de Maduro un usurpador del Poder Ejecutivo, con la pro de otros poderes encabezados por funcionarios que allí están sin cumplir las exigencias constitucionales y legales. Y, como éramos muchos y parió la abuela, en el pasado enero, unos quisieron apropiarse de la junta directiva de la AN. No han tenido éxito porque la trácala ha sido demasiado burda.
Ahora el régimen tiene ayuda de algunos (pocos pero que hacen mucho ruido) que se dicen de oposición. Esos, farsantes, quieren tender la cama para que el pueblo, agotado y adolorido, se acueste sobre unas sábanas con pica pica. Dicen que por de pronto solo hay que tener elecciones parlamentarias. En ellas quieren cambiar las proporciones de curules uninominales y por lista, aumentando las últimas, para colarse en ese escenario e implantar el filibusterismo, que es una de las prácticas más deleznables del ejercicio parlamentario, una enfermedad del sistema democrático. Ellos reconocen (y le sonríen y aplauden) a Maduro como presidente legal y legítimo. Y hacen más. Dicen que como Maduro es el jefe de estado legítimo y legal no hay que hacer elecciones presidenciales. La impostura de estos personajes es un desperfecto de fábrica que pone de bulto la inexistencia de ética y moral.
La destrucción económica, financiera, social y moral de Venezuela no puede quedarse apenas en el material que nutra enjundiosa obra de académicos con la que ellos puedan lucirse en congresos, conferencias y fotos. No puede ser lo que alimente “trabajos de ascenso” o papeles para nutrir publicaciones para bibliotecas. Esos académicos, que mucho saben y más comprenden, tienen la responsabilidad de denunciar y alertar; eso no es moralmente suficiente. Esos muy inteligentes profesionales tienen la obligación de desatar fuerzas de presión en los ámbitos nacionales e internacionales. Forzar el cambio. Usar su inmenso poder académico e intelectual. No basta con la denuncia que se traducirá con el tiempo en el inútil “yo lo dije”. Porque con esos decires no están evitando que los venezolanos sigan emigrando y muriendo.
Leo en el Twitter de @amoleiro:
El chavismo alguna vez fue un movimiento de masas. Hoy en sus concentraciones se ven militares, milicianos y matones armados disfrazados de “pueblo”. El mito del “pueblo chavista” se extinguió.
Eso lo saben los académicos e intelectuales. Y vaya si sería poderoso verlos haciendo una manifestación de calle y estandarte en lugares públicos del mundo y frente a las mismas puertas de organismos internacionales, gobiernos, embajadas, etc. Sus gritos y activas protestas tendrían quizás el peso y la fuerza que no tienen sus textos.
A muchos tengo la suerte de conocerlos. Sé que son perfectamente capaces de dejar de ser pasivos analistas a activistas de la protesta. El grito de los intelectuales y académicos del mundo puede contribuir a hacer la diferencia.