Publicado en: El Universal
“Loqui facile, praestari difficile”: hablar es fácil; garantizar, difícil. Así más o menos reza el dicho latino que, según Esteban de Terreros y Pando, habría inspirado la castiza expresión “del dicho al hecho, hay gran trecho”. Justo eso, por cierto, responde Sancho Panza a Don Quijote cuando el hidalgo le asegura que para rescatar a Don Gregorio y sacarlo de Berbería, podrían embarcar “llegando el barco a la marina”, aunque el mundo lo impidiese. “Para todo hay remedio, si no es para la muerte”, añade el Quijote. “Muy bien lo pinta y facilita vuesa merced”, asesta Sancho antes de poner en duda la promesa. El enjuto caballero “cuya locura y sandez” alimentan con abundancia tal escama, dice mucho y mucho cree hacer. Pero lo cierto es que esas realizaciones de las que los demás también deberían dar fe, lo eluden consistentemente.
Del dicho al hecho hay gran trecho. La afirmación aplicaría asimismo a quienes hablan de democracia, inclusión y pluralismo, pero con mismo ímpetu se desmienten en la práctica. De las andanzas de personajes ahítos de bellas intenciones pero cortos de disposiciones, hemos sido testigos y víctimas. Suerte de locura instrumental, que tampoco ha escaseado en aquellos.
Esa némesis de la democracia liberal, el populismo que prosperó gracias al ascenso de la revolución, hizo muy patente la disparidad entre el discurso político y sus concreciones. La falseada idea de democracia que, a lomos de la demagogia, cundió en tiempos de incertidumbre, embriagó a masas asustadas, rabiosas, humilladas. El resentimiento alimentó el atanor de la alquimia populista; ahí acabó exacerbándose, haciéndose muy nítido. Pero nos consta que de aquel verbo de fuego dibujando un salto cuántico en términos del mentado “empoderamiento popular”, al final se tradujo no sólo en deterioro material, en pérdida de capacidades para asegurar una vida digna. Se volvió sobre todo acicate para la disolución de vínculos sociales que perfilan la ciudadanía. Un barrunto de que el distinto es un enemigo que urge aniquilar, no un desafío a la capacidad de comunidades políticas para trajinar exitosamente con las especificidades.
Del dicho al hecho, nos desangra el trecho. De aquella gimnasia política basada en articular para hacer, en moderar para juntar, en desarrollar habilidades para construir identidades colectivas o agendas de lucha comunes sin que eso implique homogenización o supresión del conflicto, va quedando un referente borroso. La democracia, que amén de una serie de mecanismos, reglas de juego y procedimientos remite a la sustancia que da alma a todo eso -un modo de ser y hacer, un hábito, una praxis coherente- es quizás de las nociones que más ha sufrido en este tránsito. Palabra masticada hasta el cansancio, sí, pensamiento capaz de generar creencias, como anunciaba Charles S. Peirce, pero tenazmente truncado como regla de acción. Cada vez más abstracto en tanto menos atado está a la costumbre, a la propia experiencia.
La sensación es que, además de dislocados por la disfuncionalidad que embutió la lógica del populismo autoritario, hemos sido caóticamente arropados por tendencias políticas asociadas a la posmodernidad. Tendencias que, como explica Fukuyama, hoy más que nunca se asocian a la dignidad humana, al Thymos y a formas parciales de reconocimiento que redimensionan la noción de pluralidad. En el s.XXI prevalece la opinión de que “no es el ser interior el que debe ajustarse a las reglas de la sociedad, sino que es la sociedad la que tiene que cambiar”.
Aun desde su implacable crítica a la democracia liberal, Mouffé aporta una reflexión útil al respecto: liberados de vínculos comunitarios, los individuos encuentran ocasión de cultivar diferentes estilos de vida. Eso ha alentado el surgimiento de identidades que apelan a valores no negociables, excluyentes a priori, y que por tanto complican la sutura temporal, la acción articuladora de la política. La proliferación de discursos moralistas y fundamentalismos -dice- así como el predominio de lo jurídico como vía para resolver conflictos, son señas de esa impotencia. He allí una paradoja, otra disonancia entre dichos y hechos. ¿Cómo volver a la política y atajar la desintegración, haciendo de la unión no un dispositivo de anulación de lo plural y del derecho a la diferencia, y sí de acoplamiento de referentes comunes?
Ese es un reto para los demócratas. Sumidos en una sociedad tan rota y sobrepasada, tan agobiada por la anomia, es justo presumir que una plena reconciliación es improbable; pero no lo es imaginar un acercamiento que apele a la sensibilización, más que al brusco choque. Para eso importa conjurar esa desconexión que crece en la medida en que la sociedad se despolitiza; esto es, mientras pierde su capacidad de sintonizar intereses. Ojalá que un liderazgo atento a esa realidad, consciente de que la congruencia es vital en este caso, sepa hacer mucho con lo poco; pues, como también encaja el inefable Sancho, “más vale un toma, que dos te daré”.
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