Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Dice Gramsci en sus Quaderni que “crear una nueva cultura no significa solamente hacer descubrimientos “originales” individuales: significa, además, difundir verdades ya descubiertas, “socializarlas”, convertirlas “en base de acciones vitales, en elementos de coordinación y de orden intelectual y moral”. Ese es, en su opinión, el hecho “filosófico” más importante y original, mucho más que el descubrimiento de verdades parciales para el consumo exclusivo de alguna élite o algún pequeño grupo de intelectuales. La difusión de una determinada verdad en la sociedad realiza la filosofía, la hace concreta. Y es eso lo que explica el hecho de que Gramsci, siguiendo en lo esencial a Maquiavelo y a Hegel, haya advertido reiterada y enfáticamente la presencia de una diferencia fundamental entre la concepción del Estado apenas trazada por Marx y la sostenida de Lenin.
El sentido común, característico de la sociedad postmoderna, representa –pre-supone– al Estado como una relación real del ejercicio del dominio. En efecto, y como afirma Norberto Bobbio, el Estado aparece, pura y simplemente, como un “aparato de poder”, como un instrumento de dominación jurídica y política que se ejerce sobre, es decir, por encima de un determinado territorio y de una determinada población. En una expresión, la figura del Estado contemporáneo ha sido puesta (setz) y elevada, sensu stricto, como puro poder político, más allá –o más arriba– de la ciudadanía. Se trata de un ente ajeno y extraño a la sociedad, pero que la “controla” o “regula”. Y en esto coinciden –dando por sentado a los fascistas– tanto la interpretación liberal como la interpretación leninista del Estado, aunque los primeros se proclamen como sus detractores y los segundos como sus apologetas.
En una conferencia pronunciada en la Universidad de Sverdlov, en 1919, Lenin afirmaba que “si dejamos de lado las llamadas doctrinas religiosas, las sutilezas, los argumentos filosóficos y las diversas opiniones erigidas por los eruditos, y llegamos a la verdadera esencia del asunto, veremos que el Estado es un aparato de gobierno separado de la sociedad humana. Un aparato especial de coerción para someter la voluntad de otros por la fuerza”. En fin, un instrumento de dominio, un látigo. No se trata de una conquista de la civilización sino de una máquina de y para el sometimiento, controlada por quienes ejercen el poder político: “Nosotros –concluía Lenin– hemos arrancado a los capitalistas esa máquina y nos hemos apoderado de ella. Utilizaremos esa máquina, o garrote, para liquidar toda explotación; y cuando toda explotación haya desaparecido del mundo… relegaremos esa máquina a la basura”.
En la cita anterior, Lenin no sugiere eliminar la máquina represiva de los capitalistas, sino “expropiarla”, tomar posesión de ella. Cambia el “operador” de la máquina, pero no la máquina. Queda abierta la esperanza de que, quizá algún día, la máquina llegue a ser destruida, para lo cual ni hay fecha ni hay calendario. Lo único que cuenta es que, a partir del nuevo empoderamiento “revolucionario”, se invierte por completo la relación de dominio: el antiguo señor se hace nuevo siervo y el viejo siervo se hace nuevo señor. La relación de dominio permanece intacta, porque los viejos dominadores pasan a ser los nuevos dominados y a la inversa. Los unos por encima de los otros, no importa cuántas veces se le dé vuelta a la “tortilla”. Y dependiendo de qué lado de la “tortilla” se encuentre cada quien, se formulará el correspondiente valor axiológico: si estás “de este lado” eres “bueno”, si estás “del otro lado” eres “malo”. La sociedad reducida a escenario hollywoodense o, en el peor de los casos, a telenovela. Y lo peor de todo es que, entre la clase que ahora domina y la clase que ahora es dominada, la sociedad, la multitudo, al decir de Spinoza, termina pagando, siempre, las consecuencias. Semejante modo de comprender las relaciones humanas raya, si no en la vergüenza, como diría Marx, “abierta y directa”, sin duda en la más triste forma de mediocridad.
Son las consecuencias de la representación del Estado como un ente ajeno a la sociedad. Son, en suma, consecuencias derivadas de las fijaciones características del entendimiento abstracto, del “materialismo crudo” y ramplón que impera campante, junto con su ratio instrumental, en tiempos de posmodernidad. Es el logos del imperio del aut-aut sobre la Bildung del sive lo que ha terminado por imponerse. “La doctrina materialista, según la cual los hombres son producto del ambiente y la educación, olvida que el ambiente viene a ser modificado por los hombres y que el educador mismo debe ser educado. Ella termina, necesariamente, con la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales es concebida como situada por encima de la otra”. La cita es de Marx, para sorpresa de leninistas y liberales. Es la tercera de las Thesen sobre Feuerbach. Un muy peligroso veneno se ha esparcido a través del sistema circulatorio de la cultura contemporánea: la presuposición de que el Estado es un ente separado, distinto y distante, de la sociedad, cuya función principal, además, consiste en oprimr toda iniciativa privada, individual.
Es verdad que a la filosofía de Marx la anima la crítica del modelo liberalista de Estado, como expresión de la separación entre la sociedad civil y el Estado, separación que da por supuesta. Pero Marx, discípulo de Hegel, se esfuerza en mostrar la necesidad crítica e histórica de generar el reconocimiento de lo uno y lo otro, a diferencia de lo que sucede en los regímenes totalitarios o despóticos, cuyos orígenes se remontan a las tiranías orientales. Considerado como eticidad, el Estado ya no es concebido aquí como un instrumento de dominio, como un “garrote”, sino como un “organismo viviente” –dialéctico–, cuyos términos son, por cierto, la sociedad política y la sociedad civil. En él la iniciativa privada conquista su mayor realización, justamente en virtud del hecho de que el cuerpo jurídico y político se constituye en garantía del máximo desarrollo de las llamadas “fuerzas productivas”, sustentadas en el mérito cognoscitivo y la producción de la riqueza material y espiritual. Como decía Gramsci, se trata de la construcción de una nueva cultura.