Nuevamente la historia, a manera de espejo, refleja lo que se creía superado en pleno siglo 21: “El padre nazi tiene un vástago ruso”. ¿El apuntalamiento de la prosperidad de una sociedad depende de un antecedente de dominación que lo legitima o justifica? “Una hegemonía imperial que implica un posterior tratamiento de asimilación, de homogenización forzosa, no sale de la boca de Putin como salió de las fauces de Hitler. Su manufactura y su venta han pasado por un maquillaje que trata de ocultar una felonía intrínseca”. Un nuevo Führer que busca justificar la invasión a Ucrania.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
La noción de Espacio Vital ha sido manejada por Vladímir Putin para justificar la invasión de Ucrania. Su presentación como excusa expansionista, llevada a cabo por una potencia con pretensiones imperiales, encuentra su origen más cercano en las ideas de Adolf Hitler. Como se trata de un asunto que conmueve hoy a la humanidad, se intentará de seguidas dar un vistazo de los argumentos del monstruo alemán sobre el asunto. No viene mal enterarse de los polvos del pasado que han alimentado el lodo de la actualidad.
Como se lee en Mein Kampf y en las Conversaciones de sobremesa, la conquista del Espacio Vital es “la espada que precede al arado”. El apuntalamiento de la prosperidad de una sociedad -del pueblo alemán, en este caso- depende de un antecedente de dominación que lo legitima o justifica. Se trata de buscar una solución económica a los aprietos de un conglomerado, a través de caminos expeditos que, en el caso de las urgencias de la “germanidad” de la época, no podía depender de las fórmulas ensayadas hasta entonces para la mejora material de la vida de grandes masas hambrientas e impacientes. Dependía de la velocidad y la fulminación de los relámpagos.
“Hitler inicia una campaña de descrédito en torno a expansiones económicas llevadas a cabo en paz (…) con la idea cada vez más firme de un crecimiento geográfico que no debía sentarse a esperar”
El llamado “método francés” no servía, según Hitler. Consistía en la reducción artificial del índice de natalidad de la población para detener el problema de la superpoblación, un camino peligroso porque, a la postre, conducía al “debilitamiento de la raza”. Un método propuesto por anteriores gobiernos alemanes, relativo al mejoramiento de las agriculturas lugareñas, tampoco podía funcionar porque dependía de una “colonización interior” que demoraría en lograr efectos masivos. Pero también descartó la posibilidad de un impulso de la industrialización y del control paulatino de mercados extranjeros debido a que, según afirmó en folletos y discursos, tales iniciativas fueron causas principales de la primera guerra mundial.
Como desde la última década del siglo XIX había contado con auditorio grueso la idea de los vínculos entre un pueblo y su tierra, capaz de conducirlo no solo a cumbres de progreso material sino también espiritual, pero igualmente un plan de dominio de las vecindades del este como posibilidad para el inicio de la época dorada de una decaída sensibilidad colectiva de los alemanes, llegada hasta extremos de escándalo cuando concluye la Gran Guerra, Hitler inicia una campaña de descrédito en torno a expansiones económicas llevadas a cabo en paz, con la paciencia y los esfuerzos del caso. Con la idea cada vez más firme de un crecimiento geográfico que no debía sentarse a esperar, propone planes gigantescos de armamentismo. ¿Por qué?, pregunta en sus intervenciones públicas, y se responde así: “La conquista de la tierra está ligada a la violencia”.
“¿Por qué?, pregunta en sus intervenciones públicas, y se responde así: ‘La conquista de la tierra está ligada a la violencia’”
Alrededor del plan hitleriano de expansión pululan improvisaciones y teorías que no comparte porque “no son científicas”, pero que deja correr porque no lo estorban. Planteamientos fanáticos sobre el nexo ancestral entre “la sangre y el suelo”, pregonados por Alfred Rosenberg y Heinrich Himmler, o alegorías sobre la vuelta a una Edad Media parecida a un vergel, pero extendida a través del hierro purificador hacia comunidades inferiores y controladas por un nuevo numen del Sacro Imperio Romano Germánico. Todo eso le parece fantasía de tontos al Führer, pero no deja de tenerlas como apoyo utilizando símbolos capaces de enfervorizar a la multitud, como cánticos, emblemas, recitaciones valkirias, catedrales de luz y un machacar de credos sobre el destino superior e inevitable de una sociedad que ocupará el lugar que merece en la historia universal.
La metáfora de los arados precedidos por la sangría de comunidades que solo son foráneas de nombre, porque en el fondo están condenadas a una hegemonía imperial que implica un posterior tratamiento de asimilación, de homogenización forzosa, no sale de la boca de Putin como salió de las fauces de Hitler. Su manufactura y su venta han pasado por un maquillaje que trata de ocultar una felonía intrínseca, pero quien la examine desde el punto de vista de las relaciones de parentesco, de cómo el padre nazi tiene un vástago ruso persiguiendo y aniquilando a la presa por motivos patrióticos y por amor a un pueblo predilecto, aunque también por los incentivos del gas y del petróleo, no va descaminado. “La conquista de la tierra está ligada a la violencia”, puede repetir Putin con redonda espontaneidad.