Publicado en: El Nacional
Por: Trino Márquez
Durante las últimas semanas, algunos respetados dirigentes opositores, entre ellos Gerardo Blyde, han emitido declaraciones en la que señalan –en un tono que raya en la súplica- que debe retomarse el diálogo entre el gobierno y la oposición en México, interrumpido por el traslado de Álex Saab a Estados Unidos. Los argumentos se refieren a la conveniencia de superar la crisis política que afecta a Venezuela –que se manifiesta en la diáspora y en la precaria situación económica y social de las clases populares- en un ambiente que propicie la concertación entre los dos sectores antagónicos. A esta petición se han sumado algunos países latinoamericanos y europeos, Canadá y el propio Estados Unidos.
La respuesta del régimen frente a estas demandas –a pesar de las sanciones internacionales- ha oscilado entre la más absoluta indiferencia y la sorna insolente.
Maduro, en un acto proselitista con el PSUV el 3 de febrero, sugirió que las elecciones presidenciales previstas para 2024 podrían realizarse en cualquier otro momento o postergarse de forma indefinida. Por supuesto que al mandatario no se le olvidó que la Constitución establece que el 10 de enero de cada sexenio debe juramentarse el nuevo presidente electo, o reelecto, en los comicios convocados previamente. La principal exigencia política de las conversaciones entre el gobierno y la oposición gira en torno de este punto: garantizar elecciones nacionales transparentes y justas, una de cuyas condiciones básicas es el respeto a la fecha fijada por el Consejo Nacional Electoral, único órgano facultado para hacerlo.
Pues, Maduro se permite poner en duda ese término y sugerir que será él, de acuerdo con su real conveniencia, quien la fije. Se trata de una provocación cínica, que revela el desprecio que siente por las aspiraciones democráticas y del lugar tan marginal que les asigna a eventuales acuerdos con el sector opositor.
El general Vladimir Padrino López se permite decir en el acto político de conmemoración de los 30 años del golpe del 4-F (fecha fatídica para la historia nacional): “Aquí no nos van a meter el contrabando de la democracia neoliberal”. Es decir, la oposición «neoliberal» no volverá a gobernar en Venezuela. ¿Quién es ese militar para decidir con cuáles concepciones teóricas y filosóficas se gobierna el país? Esa es una decisión que deben tomarla exclusivamente los votantes en comicios libérrimos, como se decía antes. En el pueblo reside la soberanía de forma intransferible. Son los ciudadanos los que deciden la continuidad o la alternancia en el poder. Padrino López, al igual que Maduro, hace guasa de la Constitución, arremetiendo contra la principal demanda opositora, de los ciudadanos y de las naciones que apoyan el restablecimiento de la democracia en Venezuela. Similar es el estilo de Jorge Rodríguez y Diosdado Cabello. A ninguno de los miembros de la cúpula del régimen le importa restablecer un foro en el cual tendrán que comprometerse a organizar una consulta popular que van a perder. Ergo: por ahora no habrá ningún diálogo, salvo que el panorama nacional se modifique de forma sustancial.
¿Qué debe cambiar? En primer lugar, pienso, la anatomía de la oposición. Una oposición dividida, raquítica, como la que existe, jamás sentará a conversar a un gobierno autoritario, pegado como una sanguijuela al poder. El gobierno, ciertamente, representa una minoría con respecto a la totalidad nacional. Su apoyo apenas alcanza 30%. Sin embargo, es un núcleo compacto, que a pesar de tener fisuras internas entre las distintas facciones que lo integran, se muestra inexpugnable ante la nación. El PSUV continúa siendo el primer partido del país. Además, el Estado gira en torno del proyecto hegemónico dirigido por los líderes de esa agrupación: desde el TSJ hasta las Fuerzas Armadas están sometidas a la fuerza gravitatoria de la organización fundada por Hugo Chávez. Hoy el Estado –salvo pocas excepciones, como las gobernaciones y alcaldías en manos opositoras, constantemente hostigadas- está diseñado a imagen y semejanza del partido rojo. Ante la solidez del régimen, la única opción que le queda a la oposición es compactarse alrededor de objetivos comunes y de una plataforma unitaria.
El principal objetivo, desde mi perspectiva, debería ser crear –junto con los factores de poder internacionales- las condiciones más favorables posibles para las venideras elecciones presidenciales. Maduro lanzará nuevas y más agresivas provocaciones. Le seguirán sus adláteres. Sin embargo, la oposición no debería desviarse del camino electoral. Desde ahora tendría que comenzar a organizar a los ciudadanos en grupos de apoyo a unos comicios justos, que respeten los preceptos constitucionales y recuperen el sentido democrático de las elecciones y el Estado.
Estas labores de empoderamiento deberían estar dirigidas por un comando nacional y comandos regionales, municipales y locales, que vayan fortaleciendo la confianza y certeza de la gente en la posibilidad de que el pueblo le imponga al régimen las elecciones libres y justas que este se niega a convocar. Luego habría que resolver el complejo asunto de la elección del candidato presidencial. Ese espinoso tema puede esperar. Todavía es prematuro dilucidarlo.
Se trata de una labor de ingeniería compleja, en la que habrá que lidiar con vanidades muy robustas. Si se tiene éxito en este movimiento ascendente, el diálogo en México, o en Alaska, será solicitado por Maduro y su gente.