Por: Jean Maninat
Algo anda mal cuando se asiste a un debate presidencial con las expectativas de quien ha comprado un boleto para ver un match de lucha libre entre un luchador rudo y uno técnico (malo y bueno según la nomenclatura binaria del espectáculo).
Poco, o muy poco, importaba el fondo de lo que dirían uno y otro contendor, cuáles serían sus programas, políticas, iniciativas a presentar. No, era la expectativa de sangre en el cuadrilátero lo que atraía a los vampiros televidentes. ¡A que lo aplasta en el primer round!
¡Dale no jose! ¡Toma, caracha!
Y hubo mucho de espectáculo, de vaudeville, difícil no rememorar al diminuto Chaplin (Charlot) confrontando de manera escurridiza a un gigantón que lo persigue torpemente, bufando, con ojos desorbitados por la cólera. O si nos atenemos al lugar común bíblico, un Goliat grotesco contra un David valiente, pero de imprecisa puntería con la honda.
Pero en medio del humo del caos y la trifulca verbal emergieron algunas muestras de las profundas contradicciones que atraviesan a los Estados Unidos, su clase dirigente y su ciudadanía. Y, sobre todo, la amenaza que se cierne contra su democracia. La puesta en cuestión del proceso de votación -antes de que se realice- es parte del sistemático empeño de erosionar las instituciones democráticas y sus prácticas centenarias.
El último bloque del debate, precedido por la pregunta acerca de la integridad del proceso electoral y si ambos candidatos aceptarían los resultados, dejó una bomba de tiempo cuyo tic-tac nos mantendrá en alarma hasta luego de las elecciones en caso de perderlas el actual inquilino de la Casa Blanca. Quedó más que claro que no está dispuesto a aceptar una eventual derrota y, por si acaso, ha sacado a pasear la sospecha de un fraude por adelantado.
(Y de paso, ya se había rehusado a denunciar al supremacismo blanco, y llamó a los Proud Boys, especie de colectivo racista, a contenerse pero estar preparados. Preguntarse, ¿preparados para qué?, resulta harto inquietante. Sobre todo si en la acera del frente los grupos de izquierda radical esperan jugando con encendedores y gasolina).
Debe ser un momento difícil para quienes han cifrado su esperanza de cambio en Venezuela en el incumbent. Hay que hacer mucho malabarismo argumental para apoyar tales despropósitos o tener una inmensa capacidad para ver al vacío relamiéndose el diente roto. Claro, luego se descargan insultando en las redes sociales a quienes no comparten sus criterios. Tenemos nuestros Proud Boys vernáculos.
Qué bien, dirán Evo, Bolsonaro, Bukele, Ortega, Díaz-Canel, Maduro, Duterte, Lukashenko, Erdogan, Putin. Y ya López Obrador debe estar pensando en cargarse el Sufragio efectivo, no reelección maderista. ¿Quién nos dice ahora que no?
Veremos qué nos deparan las semanas por venir, pero ya ha quedado manifiesto el peor de los peligros: que una vez más un individuo pretenda someter las prácticas e instituciones democráticas a su capricho y vanidad y se salga con la suya. Con todo y lo malo, el debate encendió las alarmas. Estamos avisados.
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