Publicado en: El Universal
Un repaso no demasiado acucioso por la historia de guerras que han castigado al mundo, deja un amargo resabio: son más las ocasiones en las que pudo haberse atajado el envite de la violencia que las que lo hicieron irreversible. Sí: en tales bretes, la ceguera ideológica o la soberbia, la testarudez narcisista y consecuente autoengaño jugaron rol clave entre los decisores. Algo penoso si se considera que apelar a la política habría obligado no sólo al real agotamiento de opciones, sino a la exploración de otras, las que no eran evidentes; a pensar “fuera de la caja” cuando el juego parecía trancado. Primum non nocere: como ocurre en el campo de la medicina y dada la magnitud de las decisiones que se toman, también en este caso aplicaría la máxima atribuida a Hipócrates, “lo primero es no hacer daño”.
El mea culpa que hace el vicepresidente del Partido Liberal de Canadá, Michael Ignatieff, al examinar sus viejas posturas sobre la invasión a Irak (que en su momento aupó sin dobleces) suma indicios al respecto: “muchos pensamos que era la única oportunidad que tenía su generación de disfrutar de libertad en su país. Qué lejano parece ahora ese sueño… no dejo de pensar en el desastre de Irak, de intentar comprender de qué forma las opiniones que debo emitir en política tienen que ser mejores que las que ofrecí hasta ahora. Aprendí que para tener buen juicio en política hay que empezar por reconocer los errores”. Y concluye, precisando la naturaleza de la responsabilidad que distingue al político de quien no lo es: “en la vida política, las ideas falsas pueden arruinar las vidas de millones de personas y las inútiles pueden malgastar recursos preciosos”.
Ciertamente, las situaciones límite borran la visión del bosque y apremian, pinchan, empujan a poner el foco en lo inmediato. Pero sobra decir que la falta de planificación sólo entorpece el éxito de la diplomacia y la política; en especial cuando las tensiones aumentan en un país que como Venezuela, está ocupando un llamativo asiento en el tablero geopolítico global, y reactivando así la añeja puja entre EEUU y Rusia por la ampliación de sus áreas de influencia.
Por eso el llamado a no desertar del camino del respiro hondo, del pensar lo suficiente antes de actuar, por más que en algunos sectores persista la manía de tupir los oídos juiciosos con el veneno de siempre: “se acabó el tiempo, no tenemos alternativa”. Veneno que de paso remite al autoaprisionamiento en la jaula de las ideas fijas o el deseo, advierte Bárbara Tuchmann, “mientras se pasan por alto o se rechazan todas las señales contrarias”, impidiendo que los hechos enderecen la marcha.
Acerca de los letales frutos de la testarudez ya los venezolanos nos hemos puesto al corriente, gracias al gobierno de los socialistas del s.XXI. Ni el sanguinario prontuario de fracasos que ostentan otras revoluciones ni ninguno de los vernáculos destrozos apilados durante 20 años, parecen servir para convencerlos de haber elegido la peor de las trochas. Por más que sus políticas hayan terminado en la misma cuneta del hambre, la violencia y el caos que anuncia a los Estados fallidos, no se precisa el amago de un giro, la lucidez para extraer lecciones de la experiencia o detectar la movida que atenta contra el propio interés; cuánto autogol se anotan, por ejemplo, al retozar con la idea de otro Vietnam. No obstante, allí hay un peligro que no puede combatirse con más ofuscamiento, con más terquedad, con más promesas de aniquilamiento, con más garrote en lugar de zanahoria.
Ahora que el fantasma de la “guerra total” asoma su filudo hocico y el campo de decisión sobre Venezuela desborda lo doméstico, los cálculos ingenuos y el apuro, el exceso de confianza o la intransigencia se tornan más resbalosos. Habrá que recordar incesantemente que un conflicto armado no implica, como algunos suponen, un trámite limpio que discriminará prolijamente entre aliados y enemigos, testigos y combatientes; que el costo en vidas humanas siempre es alto (según el historiador Eric Hobsbawm, por cierto, la cifra de víctimas civiles en cualquier guerra supera actualmente el 80%). Que no es mito la destrucción de ciudades enteras, ni los decisivos estragos en la infraestructura económica o el éxodo llevado a proporciones bíblicas; eso sin contar con el tajo invisible pero tenaz, la fractura moral, el trauma que arrastrarán varias generaciones. ¿Se avista acaso en todo ello el preámbulo de un cambio democrático que asegure gobernabilidad en el largo plazo, tal como aspiramos los venezolanos?
Lo primero es no hacer daño: y la ruta pacífica, democrática, constitucional y electoral es lo que mejor abona a esa meta. No dejarán de ningunearla, claro, los de la vaga oferta del “todo o nada”, los aedas de la crispación y el ultimátum, los negados a oír consejos. A ellos sobre todo hay que dirigirse con el fragoso testimonio de los arrepentidos: esos que tarde y con dolor admiten que los incendios que una vez invocaron pudieron haber sido evitados.
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