Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
El título del gran libro de Conrad, y la brillante película de Coppola, me asaltó porque creo que todos los venezolanos hemos tratado de indagar en nuestra afectividad dónde reside el centro de la angustia y el desgarramiento que nos embarga, sobre todo en los últimos años, los de la crisis y ahora de la hiperinflación. Justamente la pregunta por el epicentro de nuestra noche de piedra, el fondo de todas las oscuridades.
Sin duda, no se trata de las tropelías políticas con que el gobierno destroza sistemáticamente toda institucionalidad, la democracia, los derechos civiles. Aunque ellas agreden nuestra dignidad cívica y humana y nuestro deseo de tramitar en paz nuestros conflictivos destinos. Además, somos conscientes de que lo político nunca se puede aislar de los otros males que han hecho un infierno de nuestras vidas, pero no es la herida más viva y sangrante de nuestro cuerpo colectivo.
Ni siquiera el hecho de que vivamos bajo un régimen forajido, que ha sido implicado por las más cabales instancias mundiales en delitos que ameritan las más severas condenas de cualquier justicia. Sobre todo el más espectacular: el saqueo, probablemente sin precedentes en la contemporaneidad continental, de los dineros públicos, de las causas mayores de nuestro hundimiento.
Aquello que se hace indigerible para quien tenga alguna sensibilidad es el sufrimiento corporal de millones de venezolanos y cuyo límite real o su fantasma siempre presente es la muerte, la muerte evitable, postergable exactamente. El hambre, por ejemplo. El remedio que falta para el alivio del dolor o para salvar la enfermedad que puede asesinar. Los migrantes, no los poseedores de divisas y confort, sino los que nada tienen y que caminan en el vacío hacia lo incógnito, reino de la incertidumbre, del peor desasosiego. Y no quiero subrayar en exceso, porque podría parecer indebido dramáticamente, pero ello no lo hace menos realista, a los ya de por sí frágiles, indefensos, niños y ancianos. También el preso que es torturado, lejos de toda presencia que al menos consuele y acompañe, enfrentado no solo a su miedo, sino al temible mandato a no entregar su integridad moral. He allí el corazón de las sombras, de nuestro horror, y a partir de lo cual debería organizarse nuestra entrega a la lucha y el diseño de nuestras estrategias. Eso es lo que no podemos tolerar que suceda allí, a nuestro lado, con nuestros coterráneos.
Agreguemos que sustancialmente es el país de los pobres. Nunca la desigualdad social se hizo tan inmensa objetivamente, ochenta y tanto por ciento de pobres, y tan cruel, cebándose en los últimos reductos de los que poco o nada tienen para paliar el huracán, la demolición social.
Es eso lo que no podemos perdonarle a este gobierno sanguinario. El haber conducido a la nación a ese abismo de sufrimientos y, sobre todo, haberse negado a cualquier movimiento que pudiese aliviar tanta desolación. Empeñado únicamente en mantener el poder, entre otras cosas, para evitar el castigo por esa inmensa dosis de sufrimiento infringido a millones, a quienes debería proteger y no hacerlos materia prima para sus descomunales beneficios y la custodia de estos. El solo hecho de rechazar la ayuda humanitaria por la que clama no solo el país sino la comunidad internacional democrática es la muestra más tangible de su irreparable crimen. Nicolás Maduro, dice Enrique Krauze, “es el tirano típico de la historia latinoamericana, con una novedad: induce deliberadamente el hambre, la miseria y exilio del pueblo”.
Pero es allí también donde debemos recuperar toda nuestra capacidad de lucha. Es allí donde el médico o el maestro que no se van pueden hacer una labor ímproba. O el defensor de los derechos humanos. O el luchador político sin tregua. O el intelectual que no se calla. Sí, ahí está la raíz de la fuerza anímica que nos hará vencer y que viene de lo más profundo de la condición humana, de eso que algunos llaman fraternidad, y que sostiene la libertad y la igualdad, como diría Charles Peguy. Viene de nuestras entrañas más reales, viene de la ira y del llanto, de Eros y seguramente de Tánatos. Debería ser invencible si nos conectamos realmente con su fuerza.