Por: Jean Maninat
No es un virus terrible, es a lo máximo un conductor de sosiego, una cápsula anestesiante que responde con liviano optimismo las preguntas que se hacen desde siglos lo hombres y han alimentado las páginas más memorables dictadas por el intelecto humano. Es, podríamos decir, un efervescente espiritual -algo empalagoso para nuestro gusto- pero que a nadie hace daño a la hora de curarle una acidez existencial de marca menor. (Incluso, hasta podría despertar una cierta curiosidad intelectual de mayor aliento).
Pero, lo cierto es, que cuando lo inusitado se apropia del espacio protegido que dimos por contado, y hasta el inmemorial gesto fraterno de darse la mano se convierte en una amenaza, recurrimos a la invocación de dichos, de máximas reveladoras, para suplantar la compleja acción concreta de los seres humanos: ¡Toda adversidad, es una ventana de oportunidades! ¡Toda caída, una ocasión de levantarse! Y no siempre ha sido así.
Hubo precipicios vanidosos que se tragaron a celestiales ángeles caídos que nunca volvieron a la vera de Dios; y oportunidades tempranas de recomposición democrática como las que perdió Alemania de la mano de Hitler y buena parte de sus conciudadanos. El mal no solo es banal, es cruento y recurrente. Basta Ruanda -que siempre regresa con su horror- para recordarlo.
Darle a un virus inconsciente la condición de emisario del universo, de la tierra labrada que tanto nos ha dado, de los monoteísmos (probablemente la más definitoria de las indagatorias humanas), de constituir un reclamo cósmico a ser diferentes, a ser mejores y evolucionar hacia un estado superior de ser, es una cesión del libre albedrío que es lo único seguro que llevamos al lado de la cédula de identidad ciudadana que nos identifica como seres con ganas de dejar su huella -mala o buena- en el planeta. Los microbios no tienen un fin trascendente, ni son heraldos de nada. (Sobre esto se ha escrito recientemente con mayor suficiencia).
Las respuestas disímiles de quienes rigen el planeta (y su ínfimos rincones) demuestran que la furia ciega del coronavirus solo cederá ante el ejercicio del sentido común -humano por excelencia, aunque escaso- mientras se descubre la vacuna que hará de esta pandemia un mal recuerdo, reservorio de adelantos científicos y -con suerte- de buena literatura.
Las miles y miles de víctimas de la pandemia serán un lamentable recordatorio de la falta de escrúpulos de quienes pretendieron ponerla al servicio de bálsamos de dudosa condición espiritual, y de quienes quisieron avanzar sus opciones políticas personales en medio de la mortandad.
Ante ambos, el Coelhovirus es el menos letal. Al fin y al cabo reconforta… aún a los más prevenidos.
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