El arte de la disrupción – Jean Maninat

Jean Maninat

Por: Jean Maninat

No cualquiera puede ser un maestro de la perturbación, del trastorno, de la dislocación, de la conmoción, de la ruptura. Se requiere un cierto don, una condición innata que se les da a pocos, como al Joker o al Pingüino, o al mismísimo Batman, quien incluso cuando hace el bien, destroza todo a su paso. Caminan a sus anchas, en su elemento, respirando profundo mientras a su alrededor todo se desmorona, las sirenas de alarma se disparan, y bomberos y agentes del orden no se dan abasto para controlar tanto desmadre.

Seguramente Boris Johnson ya habrá firmado contrato con DC Comics para alimentar la creación de un nuevo archimalo, The Boris, un político de ego desmesurado y caricaturesca figura, sembrando de artilugios rocambolescos el hemiciclo de Westminster y los aposentos reales de Buckingham, con el aplauso inicial de las masas y su consternación tardía, ante tanto despropósito anidado en una rubia y cuidadosamente despeinada cabellera. La transición de héroe a antihéroe popular.

La desfachatez que antes encantaba a los Brits, dejó de ser jocosa a medida que surgían a la luz pública su incoherencia y falta de seriedad ante la amenaza de la covid-19. Fueron varias sus excusas y promesas de enmienda, sin que convenciera a nadie, había perdido su gracia. Sus pares empezaron a desmarcarse a toda carrera y lo dejaron solo en su fanfarronada habitual.

La historieta del primer ministro (ojo, todavía lo sigue siendo) anuncia un final feliz para las instituciones democráticas del Reino Unido, y en medio del actual drama europeo da un cierto respiro, o suspiro, acerca de la capacidad de la democracia para recomponerse frente las acciones de quienes la vulneran desde adentro, de acuerdo a un plan bien trazado, o de retruque, por simple idiotez política bien ejercida.

¿Cómo proteger la democracia de la Liga Intergaláctica de Villanos Pseudo-Demócratas? Es, sin duda alguna, una de las preguntas más apremiantes que hay que responder antes de llegar al primer cuarto de siglo en ciernes. Hasta hace nada, esos personajes folclóricos y autoritarios parecían ser una exclusividad de estas tierras que descubrió Colón, o de repúblicas nacidas con fórceps en África. Pero no, ahora su gentilicio se ha extendido a eso que llamábamos “países desarrollados”, aparentemente inmunes a los mosquitos y al paludismo democrático del subdesarrollo.

Trump, el villano mayor, y sus adelantados secuaces en Occidente, Johnson, Bolsonaro, Bukele, por tan solo nombrar algunos, lograron embaucar a sus sociedades en base a la prédica antipolítica y antipartido (la base de la democracia) para luego comenzar el desmantelamiento de sus instituciones. Lo hicieron con el aplauso de sus conciudadanos convertidos en votos. Y ese pase de magia blanca debe tener explicaciones que vayan más allá de culpar al hoy inoperante Foro de São Paulo, o a los excesos del liberalismo que tanta comezón causa a los conservadores.

Habría que descifrar en qué consiste el arte de la disrupción. ¡Dedos a la obra!

 

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