Publicado en: El Universal
Por: Mibelis Acevedo Donís
El recuerdo de una escena de la película “El pianista” (dirigida en 2002 por Roman Polanski y basada en las memorias del músico polaco de origen judío, Wladyslaw Szpilman) fustiga en estos días con inusitado vigor. Oculto hasta mediados de enero de 1945 entre las ruinas del gueto de Varsovia, Szpilman de pronto se percató de la presencia de unidades de la tropa polaca en la zona. El barrunto de que, en efecto, los alemanes se retiraban, despabiló su cuerpo reducido al puro hueso, lo hizo salir a la calle con sonrisa y brazos abiertos, olvidando que llevaba la chaqueta del ejército nazi que el capitán Hosenfeld –germano, sí, y aliado sui-generis– le cedió semanas antes para que pudiese aguantar los rigores del invierno.
-¡Un alemán!- alertó una mujer, soltando el fardo que cargaba.
El pianista corrió a su refugio, picado por la descarga de la ametralladora y el apretado paso de los soldados. Al verse acorralado, gritó a un oficial: “¡No dispare! ¡Soy polaco!”. El oficial replicó: “¿Y por qué el abrigo?”. La respuesta no pudo llegar más demoledora y llana: “tengo frío”.
No hubo más cuestionamientos ni necesidad de exhumar la “dignidad” mancillada. Aún en condiciones políticas complejas el artista retornó a su piano, a la virtuosa morada que Chopin le reservaba una vez que la pesadilla nazi acabó. Usar la chaqueta del enemigo o el brazalete blanco con la estrella de David, haber aceptado incluso la ración que su enteca humanidad precisaba no supuso en modo alguno una señal de complicidad, no era evidencia de la claudicación sin cura o de haber cedido su alma al Gran Otro. Sólo era confirmación de un propósito, aparentemente modesto, en realidad titánico: no morir, mantenerse lo más entero posible tras haber habitado el fondo de esa brutal, deshumanizante sentina. Resistir, espantar la idea de la muerte como “feliz liberación” y superar la tenaza del asedio era lo prioritario en esas horas.
La anécdota no deja de arrimar feroces espejos. Aunque no en idéntico punto, en Venezuela trastabillamos con la ruta de un descenso que también muerde con saña los tobillos y consciencias; penitencia y mengua administrados desde el poder, y apuntalados sobre la necesidad más básica. Pocas dudas quedan acerca de la aspiración de apropiarse primero de los cuerpos para luego domeñar la voluntad. Al estilo del suplicio practicado desde la Edad Media, como describe Foucault, pareciera que la restricción aplicase como castigo físico, haciendo de la mortificada carne un puente hacia un alma inerme. El hambre, la imposibilidad de obtener lo necesario para vivir, fomenta nuevas formas de control del individuo; arreglo muy útil para los autócratas de toda traza, sin duda.
Penosamente para los más vulnerables, faltos de protección o esperanzas (un sector cada vez más nutrido; basta recordar la cifra de 87% de pobreza por ingresos registrada por Encovi-2017, e intentar hacer un temerario ejercicio de proyección considerando el desplome en las condiciones de vida) las opciones son cada vez más limitadas. El pedestre, ineludible dilema entre vivir o morir posterga otros apuros: he allí una verdad que choca con algunas estrafalarias demandas guiadas por la idea de que la “dignidad” -una palabra tan estrujada que comienza a ser vaciada de significado, vuelta otra “flatus vocis” agusanando el discurso político- implica rechazar cualquier salvavidas; algo así como “es mejor ahogarse con la conciencia tranquila”. La brecha entre “dignos” e “indignos”, ese atasco en el apolíneo antojo de los “asqueados” por las quejas terrenales, malea la objetividad, mutila la compasión, deja ileso al verdugo y despedaza a la víctima, sumida en la ordalía que alientan sus semejantes.
La empatía, en fin, se vuelve noción esquiva: “¡Había que resistir! ¿Dónde estuvo vuestra resistencia?”; así también increparon a las víctimas aquellos que se libraron de ser recluidos en los “campos de reeducación” soviéticos, cuenta Solyenitzin en su “Arkhipelag Gulag”; “sí, la resistencia debió haber empezado en el momento del arresto. Pero no fue así”, responde sin épicas quien sí lo sufrió y no tuvo más remedio que buscar alternativas en medio del encierro no sólo para no sucumbir, no sólo para reafirmarse en el valor de su propia existencia, sino para dejar preclaro testimonio del horror stalinista.
A merced de situaciones límite el tono de la resistencia individual es piedra angular de la colectiva: hay un frágil equilibrio entre la expectativa propia y la ajena que debería condicionar cualquier exigencia. “No todos somos héroes”: eso, cuenta Szpilman, había dicho su padre. Quizás a esa humilde certeza se ancló su afán por sobrevivir, por permanecer… allí, de muchos modos, se escribía una victoria. Desarticulados, maltrechos, debilitados como estamos, además, ¿de qué sirve la censura de quien dispara antes de averiguar, incapaz de vislumbrar el calado de la tragedia del otro: de calzar sus estrechos zapatos, de intuir todas sus renuncias, toda su hambre, todo su frío?