Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
A mi Victoria
La época más hermosa del año, quizá la más humana de todas, ha comenzado. Y con ella, además, el anuncio del fin de un año plagado de las peores calamidades, no solo para el mundo entero, sino especialmente para Venezuela, un país terriblemente vapuleado, humillado, hecho pedazos. Un país que solía ser la luz radiante y alegre de toda la América Latina y el Caribe. Puede que se diga que el mal, dejado a su “paso de vencedores” como “legado” por parte del gansterato narcoterrorista, haya sido descrito ya lo suficiente como para seguir insistiendo en ello sin proponer soluciones. Una especie de “borrón y cuenta nueva”, un “a lo hecho pecho” que solo persigue, a la manera de Descartes o de Voltaire, eliminar el recuerdo de lo que ha sido y concentrarse en lo que “científicamente” –a saber, en el extravío entre las ramas de un árbol dentro de un bosque tupido e inmenso– se debe y conviene hacer para poder superar las infinitas cuitas a las cuales –con la única excepción de la cúpula gangrenosa–, grosso modo, 25 millones dentro y 10 millones fuera de venezolanos han sido sometidos como nunca antes en su historia, ante la mirada indiferente, y no pocas veces cómplice, de un mundo que se conforma con declarar que está “sumamente preocupado” por la “lamentable” situación. Y con eso le basta.
No obstante, y a pesar de la buena disposición y de los –vanos– esfuerzos de un cientificismo sine nobilitate, no existe posibilidad alguna de encontrar soluciones sin recorrer, una y otra vez, el camino de la historicidad. Decía Aristóteles, al comienzo de su Metafísica, que la filosofía tiene por objeto de estudio el examen de las causas y de los orígenes, o como dice textualmente, “de los primeros principios”. Sin los cuales resulta imposible comprender, y mucho menos trazar, una estrategia coherente y efectiva que permita poder encontrar la respuesta adecuada y definitiva, capaz de ponerle fin al escollo. Claro que no basta con las cuitas y los lamentos. Pero las unas y los otros son el síntoma de un malestar orgánico que tiene que ser denunciado, a objeto de emprender el recorrido que conduce hasta la tumoración que lo produce y, una vez ubicado, tomar las medidas de rigor para poder extirparlo, poniéndole fin al mal.
La figura de Ebenezer Scrooge es más que todo un recuerdo. Es el símbolo de la conciencia desventurada o infeliz, escindida y desdoblada en dos mundos, que lo lleva directamente al autosufrimiento. Es la imagen viva de las pasiones tristes descritas por Spinoza en la Ethica. Imagen de la impotencia invertida, trastocada en resentimiento, odio, envidia y agresión. Ebenezer es un nombre de origen judío (Eben-Ezer) que significa roca o piedra de salvación, tal como el corazón de todo mean-man –de todo ruin–, según la descripción que del personaje diera su creador, Charles Dickens, en su conocido Cuento de Navidad. En él, la dureza de Shylock –El mercader de Venecia de Shakespeare– renace para reclamar la posesión del derecho al no-derecho, de la justificación de la injusticia, del lucro y del dolo como garantías de honradez y honestidad. En fin, el alegato de la no-razón como razón “en última instancia”. La solidaridad, la equidad, la búsqueda del Alle Menschen werden Brüder que animan los derechos humanos, no son más que “Bah, humbug!”. Convertir el propio corazón en una roca, una coraza de piedra para pretender salvarse de su propia desventura. No por caso su apellido es un sustantivo que significa miserable o mezquino.
Es difícil pensar que, en tiempos de Dickens, además de la llamada “crítica social”, se pudiesen esperar interpretaciones “técnicas” o “científicas” capaces de dar cuenta de la creciente irrupción histórica de los Scrooge de su tiempo, un tiempo signado por el advenimiento del, por entonces, nuevo modo de producción capitalista y, con él, de las nuevas relaciones sociales que iban modificando sensiblemente las antiguas creencias y convicciones, bajo el auspicio de la fría sombra del cálculo y del interés. Los fantasmas de Dickens son, justamente, eso: los fantasmas de la experiencia de una conciencia que trasciende los límites de lo meramente psicológico o religioso, en sentido positivo. Más bien, espectros que exhortan a cumplir con el mandato de una sensible y humana modificación en el tipo de relaciones sociales y políticas que, no obstante, terminaron por convertirse en modelo “natural” y “universal”, hasta la fecha. Un modelo condenado por el arte, la literatura y la filosofía del siglo XIX, no pocas veces, en nombre del socialismo. Y sin embargo, desde la propia instauración de los regímenes totalitarios que se fueron consolidando, precisamente, en nombre del socialismo, el modelo “natural” y “universal” de los Scrooge, aunque ocultado por sus respectivas camarillas, terminó por incrementarse, al punto de ser la fuente principal de los mayores saqueos y la más grotesca explotación.
Un régimen estructurado según las torsiones que Orwell –lector de Dickens– denunciara, primero, en Rebelión en la granja y, poco después, en 1984, tenía necesariamente que conducir a la gansterilidad, ese morbo que, oculto tras el ropaje político y siempre en nombre de los más necesitados, ha ido expandiendo la corrupción del alma por todas las más o las menos transparentes regiones del planeta. Quienes hipócritamente hablan de “guerra económica” y “capitalismo salvaje” son los peores enemigos de la paz y los más salvajes capitalistas. Los buenos deseos de Dickens no fueron suficientes para enmendarle la plana a los Scrooge que hoy manejan los hilos de un mundo pandémico, en el estricto significado del término. Serán sin duda tristes las alegrías que se anuncian. Un “saludo a la bandera”. Al despertar, después de esta Navidad, Scrooge exclamará votos de profundo arrepentimiento. Será una muestra más de su gran esfuerzo de cambiar para que nada cambie. No se trata de pesimismo. Todo lo contrario, se trata de comprender que solo será posible superar los tiempos difíciles mediante la construcción de una sólida conciencia de la necesidad de enfrentar y vencer el menesteroso presente, sin ilusiones desmedidas ni falsas esperanzas.
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