¿De dónde viene lo positivo? – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

 

A Mauricio Navia, profundo pensador del ser en devenir, académico

del decir y del hacer y portador convencido de la más noble bondad.

In memoriam.

 

Con frecuencia, el término alemán Gegenstand es traducido al español como “objeto”, a pesar de que la lengua germana cuenta con la palabra Objekt, la cual, a los efectos, se adecua con mayor precisión y propiedad que el primero. Y es que la traducción literal del término Gegenstand reza: “contra” (gegen) “puesto” (stand), es decir: lo contra-puesto, la contra-cara del sujeto, lo otro de aquel otro que ha sido puesto (positium) como su reflejo. Lo cual comporta, para el oficio filosófico en general, y especialmente para el gran idealismo alemán, toda una auténtica “constelación de conceptos”, como acostumbraba decir T. W. Adorno. Constelación que, por ejemplo, hizo posible la construcción de los “juicios sintéticos a priori” de Kant, que son el fundamento sobre el cual se levanta todo el inmenso edificio del conocimiento (y con él, de la realidad) del mundo moderno y contemporáneo. De hecho, cada pieza, cada pequeña fracción de cada objeto producido por la sociedad actual –llámese celular, computadora, vehículo automotor, en fin, cada objeto producido por el sujeto encuentra en los juicios sintéticos a priori kantianos su originaria inspiración y su logos

Fue esto lo que hizo que, por ejemplo, en las Tesis sobre Feuerbach, Marx estableciera la necesaria distinción entre un tipo y otro de objeto, es decir, entre Objekt y Gegenstand, a los fines de puntualizar el “defecto capital de todo materialismo” crudo e ingenuo, pre-moderno y pre-kantiano –o para decirlo de una vez, socialista, nacional-socialista o fascista, pues en el fondo da lo mismo, dadas las características orientalistas, autocráticas y barbáricas de tales doctrinas– en relación con la “actividad sensitiva humana”, cabe decir, con la comprensión de la actividad humana como “actividad objetiva”. Por eso mismo –y como dice Marx–, toda “discusión acerca de la realidad de un pensamiento que se aísle de la actividad, es una cuestión meramente escolástica”. Y es esta, además, la causa de que, al momento de autodescribir la propia concepción filosófica, Marx no solo se definiera como “discípulo de Hegel”, sino que afirmara ser “el filósofo más idealista que se conoce”, léase: “Idealista en el sentido alemán, es decir, en el mal sentido de la palabra”. Idealista, en consecuencia, en el sentido y significado profundo de Gegenstand, de lo “contra-puesto”, como lo comprendieran Kant y Hegel.

Toda o-posición (o-positio-nis) es un contra-puesto, el resultado de una determinada e histórica configuración de la acción objetiva, ya antes descrita por Marx. Resultado que, al perder la conciencia de sí mismo o, lo que es igual, al actuar por instinto, sin la asistencia de la “claridad y distinción” exigidas por Spinoza –más allá de Descartes–, puede terminar asumiendo la lógica de aquello ante lo cual se declara antagónico y hasta hostil, para devenir, tal y como se afirma en las Escrituras, una hechura “a imagen y semejanza” de lo que ha jurado oponerse y rechazar. De manera que, como dice el adagio, no pocas veces Dios los cría y ellos se juntan. No por casualidad, Kant fue el primero en dar cuenta de semejante expresión de lo puesto devenido objeto (Gegenstand), de lo propiamente positivo, en un pequeño ensayo titulado La religión dentro de los límites de la mera razón. En dicho ensayo, Kant distingue la “religión natural”, es decir, la religión racional –dado que para los hombres lo más natural que existe es la razón– de la “religión positiva”. La primera está guiada por principios morales, genuinamente humanos y, por eso mismo, racionales. Pero, además, como la condición impreterible de la razón es dudar de todo, la religión natural sugerida por Kant es, de hecho, negativa. La segunda, en cambio, es una convencional liturgia sin alma, muerta y quieta, que vive envuelta en su pre-su-poner (poner viene de posición (positio), de manera que, a diferencia de lo que piensa el sentido común, orientado por la psicología conductista, la cual suele asociar lo positivo con lo bueno y lo negativo con lo malo, el “ser positivo”, puesto, es un ser estático, un “ser para la muerte”).

Abstraídos de toda autoconsciencia, posición y o-posición son, en consecuencia, términos fijos, puestos, especulares: la imagen del uno refleja el rostro del otro. Solo los motiva el interés particular. Se han hecho idénticos, porque su lógica reflexiva es la misma. Son “el otro del otro”. Sus “razones”, sus instintos, sus apetitos, coinciden. Cada uno se asume como “la unidad”, cuando, en realidad, cada uno es una parte que se complementa con el reflejo de aquella otra parte. Son la derecha y la izquierda, dependiendo desde qué lado –desde qué posición– del espejo se encuentre cada término. Y en esto no solo coinciden sino que se identifican. Las razones que alega el primero son inversamente idénticas a las del segundo. Ambos carecen de espíritu, de negación determinada, porque carecen de recíproco reconocimiento. Carlos Fuentes, en El espejo enterrado, establece la única diferencia existente entre los liberales y los conservadores latinoamericanos del siglo XIX: los primeros iban a misa de 6:00, mientras que los segundos iban a misa de 7:00. Quizá sea de ahí de donde provenga esta última y más reciente manifestación de la historia de una América Latina tan patéticamente cargada de lo positivo, porque lo lleva a rastras.

Cada uno se ha acostumbrado a afirmar su punto de vista como si se tratara de la verdad misma y espera –toda esperanza está preñada de positividad– que todos asuman su posición (o-positiva) como la única, como si se tratara de una ilustración benéfica que terminará conduciendo a la población –caudillo o “líder” mediante– hacia sus aspiraciones de libertad, paz y prosperidad. Es la revisión de fondo lo que cabe emprender de inmediato, frente a una creciente circunstancia desgarradora, de aporía, que exige romper los prejuicios, las pasiones tristes –odio, ruindad y desconfianza incluidos– y los enfrentamientos inútiles. Sin ideas no hay realidad. Sin sujeto autoconsciente de su labor crítica e histórica el objeto se irá hundiendo más y más en el fango de las miserias y los vanos espejismos de su fallido demiurgo.

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