Por: Jean Maninat
El guión es harto conocido. Lo hemos visto en grandes producciones cinematográficas y en reproducciones de pacotilla. Luego de una catástrofe producida por mano humana, la civilización tal como se conoce desaparece, solo quedan como vestigio las ruinas de sus monumentos más emblemáticos, y tribus de salvajes reinan sobre territorios usualmente desérticos. En medio de tan desolador escenario, subsiste una burbuja protegida por el ingenio de sus moradores, un oasis con agua potable, electricidad, plantas, huerto, donde una industriosa comunidad trata, a duras penas, de mantener viva la lumbre de la civilización. A la cabeza hay un líder, inusitadamente calmo, una especie de libro de autoayuda andante, siempre dispuesto a dar consejos, un pozo de ingenua sabiduría amado por casi todos.
Afuera de la empalizada que defiende el refugio de civilización reina el caos, una barbarie donde solo sobreviven los más fuertes, los más bárbaros, los que han logrado guardar algo de municiones, algunas armas pretéritas para detonarlas y los imprescindibles vehículos todoterreno y motos destartaladas pero eficientes para la persecución. Cuando las tribus no están de juerga, en permanentes y violentos torneos, es porque se preparan para asaltar, por enésima vez, el remanso de quehacer humano y apagar la brasa de convivencia que todavía arde y les recuerda el mundo que una vez fue y que tanto detestan.
Adentro, en el oasis, no todo es paz y armonía. Subsisten los trazos de humanidad que alimentan los resentimientos, los pequeños rencores, las apetencias disimuladas, las ansias de descollar, de liderar al grupo, de influir en el destino colectivo. Roe el ambiente una inquina que se trasmite sigilosamente, de oído a oído: nos quieren tener aquí prisioneros, a merced de los asaltantes, parlamentando con ellos, cuando es hora de salir y arrasar con todo, liberarnos de una buena vez. Si me siguieran a mí, a nosotros, otro gallo cantaría…
Hay invariablemente en la historia (juro que no voy a escribir relato) una tierra prometida, un lugar mítico donde quedarían intactas vastas y ricas praderas (siempre junto al mar) y se podría comenzar de nuevo, recrear la civilización que una vez se tuvo, construir una nueva armonía entre hombre y naturaleza. Recobrar la civilización. Pero afuera está el obstáculo, acechando, a la espera de la primera salida en falso, el primer resbalón, los primeros desesperados que intentan salir por su cuenta y riesgo, sin pensar en la comunidad que quieren dejar atrás. Hay, no faltaba más, el mito de unos extraordinarios guerreros que vendrán del norte con sus poderosas armas y sacarán del asedio a la atribulada, pero resistente, comunidad.
Sí, a eso vamos… y siempre hay el outsider, algo cínico y resabido, una especie de Rick Blaine en Casablanca, con todas las malas mañas del orden de cosas que caducó gracias a la estupidez de los propios bípedos que lo crearon, dispuesto a sacrificarse y al final dirigir a la precaria población hacia su liberación definitiva. We don’t need another hero suena en Dolby Surround 7.1 mientras los créditos caen en cascada. La distopía suele tener un final feliz.
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