Por: Jean Maninat
Los disidentes, cuando vienen del mismo tronco, son el más doloroso de los recordatorios de la capacidad, nada banal, que tiene el totalitarismo marxista para ejercer el mal y aplastar al ser humano a nombre de su presunta salvación gracias al comunismo. Hay un abultado índice de militantes, de filiación marxista, que aterrados ante la obra monstruosa que habían ayudado a construir con su militancia, decidieron asumir su responsabilidad y denunciarse a sí mismos a la hora de denunciar el terror impuesto a nombre de la ideología que una vez asumieron.
No fue un simple error de juventud, producto de un idealismo ingenuo, fue una acción consciente y continuada, apoyada en una visión del mundo que equiparaba la vida humana a un dato estadístico prescindible. La mayor parte pagó su epifanía tardía con la cárcel y la muerte, o con el descrédito de ser colaboradores del capitalismo imperialista. ¡Pobre de ti, renegado Zinóviev!
Otros siguieron fieles a sus creencias (eran eso, creencias insondables, casi religiosas) sin que la evidencia del horror que los circundaba les hiciera trastabillar la fe en el partido, siquiera un momento. Lo narra Vasili Grossman en su obra hoy canónica, Vida y destino: militantes y cuadros medios de dirección bolcheviques pagaban prisión por algún desafortunado comentario político, un quiebre somero de la integridad de clase, un leve cosquilleo trotskista, sin embargo, cumplían su pena con entereza, sin remilgos, convencidos de que si el partido y el padrecito Stalin los estaban castigando, era porque se lo merecían por sus devaneos y falta de disciplina partidista. El partido y su secretario general, nunca se equivocan.
León Trotsky, héroe y víctima de la revolución rusa, jamás se disculpó de los desmanes que cometió en contra de la población estando al mando del Ejército Rojo en la lucha contra la contrarrevolución liderada por el Ejército Blanco -que no era tampoco una perita en dulce-. Los crímenes de Lenin, cometidos a nombre de la implacable revolución proletaria, quedaron empalidecidos por los cometidos por Stalin a nombre de la misma revolución implacable. Y el bonachón de Nikita Jrushchov denunció en el XX Congreso del PCUS los crímenes cometidos por Stalin, como si él nada hubiese tenido que ver con tan nefasto período. El Che describía al revolucionario como una máquina de matar -eso sí, a nombre de la humanidad- y Fidel Castro recibía los honores de quienes lo asumían como una fuerza telúrica de la liberación de América Latina del yugo gringo, tan querido y denostado por almas bien y mal pensantes.
La “compañera” Dora María Téllez, heroína sandinista de la época primigenia, la Comandante Dos, que luchó en contra de la dictadura de los Somoza, sufre hoy cárcel por haber disentido de la dinastía de los Ortega-Murillo que ahora dicta la vida en Nicaragua, como la dinastía Somoza lo hizo ayer. Junto a ella, otros penan cárcel y mueren como Hugo Torres, antiguo comandante sandinista. Y son contados los progresistas de izquierda que han dicho esta boca es mía… Al contrario, se confunden en un abrazo solidario con quien tanto se asemejan.
Sometida y martirizada, la Comandante Dos es un lacerante recordatorio de la herencia que nos ha dejado el marxismo-leninismo en su cruenta versión latinoamericana: el Macbeth-Leninismo en Nicaragua y su inmensa capacidad de hacer el mal mirando a quién.