Por: José Rafael Herrera
Existen tres grandes modelos de interpretación de los procesos históricos. Se trata de tres modelos de comprensión hermenéutica de los cuales se deriva todo el resto de sus variantes. Tres modelos que, por cierto, el gran Jorge Luis Borges ha sintetizado de manera extraordinaria en su Historia de la eternidad, cuyo título es, de suyo, una flagrante provocación al pensamiento, porque, ¿cómo es posible que la eternidad pueda tener historia?; ¿acaso no se trata de una contradicción en los términos?; ¿no equivale el título del ensayo borgiano a justificar la muy pacata y ridícula expresión –convertida por algún inefable político de oficio en eslogan publicitario–, según la cual “el tiempo de Dios es perfecto”? En fin, el flagor heraclíteo, la premeditada flagrancia borgiana, ¿cabe en el reposado reino de la eternidad divina? Por una vez, no conviene confundir a Cronos con Kairós.
De los modelos de interpretación del movimiento de la historia, a los cuales se ha hecho referencia, a saber: el circular –no exento de las revelaciones y del misticismo de los dèja vu y, por supuesto, del incesante aunque continuo “eterno retorno” nietzscheano–; el lineal –esa suerte de determinismo providencial y, quizá por ello mismo, positivista, que convierte a la historia en una larga autopista que, inevitablemente y “más temprano que tarde”, conducirá a su propio fin–, y el espiral, de incesantes movimientos “paralelos, pero no sincrónicos”, hechos de corsi e ricorsi, que, según Borges, es el modelo más adecuado para comprender el devenir de la historia de la humanidad. De hecho, en él están comprehendidos los dos modelos precedentes, es decir, conservados y, al mismo tiempo, superados. Se sabe que es la concepción de la historia que expusieron, en sus respectivas épocas, y con sus específicas determinaciones temporales, Maquiavelo, Vico, Hegel y el Marx auténtico, el no-marxista, el que poco o nada tiene que ver con la mitología stalinista. Incluso, hay quienes recientemente, al sugerir la compatibilidad del Deus sive natura y del Verum et factum convertuntur, incluyen a Spinoza entre los exponentes de dicho modelo histórico. Dice Ortega y Gasset que los grandes intérpretes de la historia no son los historiadores sino, precisamente, los filósofos de la historia, y hasta se atreve a calificar a esos supremos sacerdotes del templo de Cronos de “almas retrasadas, almas de cronistas, burócratas adscritos a expedientar el pasado”. Si, como gusta afirmar el cultor de frases hechas, “el tiempo de Dios es perfecto”, Ortega le responde que “los historiadores no tienen perdón de Dios”. Y quizá buona parte, ma non tutti. Pero habrá que incluir a algunos asesores que, sin tener la menor idea de la grandeza de un Maquiavelo, lo incluyen entre los precursores del positivismo craso, con lo cual fomentan un terrible daño en la mente pragmática de quienes suelen asesorar.
El Directorio fue una institución del complejo pasado que fundó la modernidad, una figura representativa de la triste intermediación autoritaria entre el jacobinismo de los primeros tiempos y el conservatismo del período posrevolucionario francés, que gobernó la república desde 1795 hasta 1799. Si la historia es, al decir de Vico, “paralela pero no sincrónica”, la historia siempre se repite y nunca se repite. Se repiten ciertos y determinados elementos característicos, de fuerte “aire de familia”, pero nunca de la misma manera ni bajo las mismas determinaciones. Hay, por ejemplo, una enorme similitud entre el modo de ser de los neardentales y el de ciertos especímenes del más cercano presente. De hecho, pretenden que todo se arregle dando “mazazos” a diestra y siniestra, a lo “uga-uga”, entre la pre-historia y la pre-histeria. Solo que el pobre neardental nada sabía de carteles, ni de “lechugas verdes”, ni de las aficiones por Louis Vuitton ni, por supuesto, del criminal negocio de la coca. Son, pues, condiciones “paralelas, pero no sincrónicas”. Siempre habrá períodos de “noche oscura” de barbarie. Pero no es lo mismo la barbarie de los Genghis Khan a la de Blade Runner. Después de todo, no se puede confundir in extremis a King Kong con la versión bananera de Buzz Light Year.
Hay efectivamente una versión contemporánea del Directorio. Al igual que el primero, el original, su versión paralela es dirigida por un grupito de “caribes” tropicales que se debate entre las glorias del pasado jacobino y el eventual Térmidor que propicia desde sus propias entrañas, es decir, desde su ya ancestral herencia militarista y caudillesca. Ha dirigido los destinos de una nación que tuvo todas las condiciones materiales y espirituales necesarias para ser mejor. Solo que esta novísima versión del Directorio, en nombre de una revolución que nunca fue, se dio a la premeditada y alevosa tarea de arruinarla, hasta “hacerla morder el polvo”, como dice Mephisto en el Fausto. En todo caso, asociado estrechamente con el militarismo, el Directorio impuso, por encima del pueblo francés, una nueva Constitución, que necesitaba para perpetuarse por la vía “legal” en el poder. Y fue así como terminó imponiendo el terror, bajo el alegato de que “el gobierno sería revolucionario hasta la paz”. La inflación se hizo insufrible. La hambruna no tardó mucho tiempo en llegar. Francia retrocedió, incluso, muy por detrás del Comité de Salvación Pública. Sin justicia, sin libertad, sin trabajo ni alimentos, el país vivió su peor etapa de depauperación y miseria. La conflictividad social no se hizo esperar. Desde el campo de batalla, Napoleón sonreía, mientras aguardaba el momento preciso para hacer su papel “consular”. La copia más reciente del Directorio juega con el fuego de los césares que pululan en el concierto de un país que vive su peor momento de desgarramiento. París se quema, se quema París.
El totalitarismo suele trascender, con creces, los términos de derecha e izquierda. Demonizar la idea de negociación tiene sus riesgos. Sirve para soliviantar las pasiones de quienes han hecho de la razón un artefacto decorativo, una suerte de jarrón chino, un abstracto “ser supremo”, al estilo de lo peor del espíritu jacobino francés. Que se sepa de una vez: la razón es, además, y por su propia naturaleza, “de carne y sangre”. No se puede prescindir del servicio que su astucia, hasta el presente, le ha prestado a la historia.