Por: Jean Maninat
I pity the poor inmigrant
Who wishes he would’ve stayed home…
(Bob Dylan)
Latinoamérica, o Iberoamérica, según sea su gusto, ha sido un melting pot relumbrante y creativo. Sin tener en cuenta el envión de la inmigración que llegó a sus orillas, venida de todos ámbitos, es imposible desentrañarla en sus momentos de esplendor titilante, decadencia y miseria, y en su perenne adicción a demoler todo lo hecho para comenzar de nuevo. En medio de todas sus falencias, su inmensa capacidad histórica para la mixtura racial y cultural, y su hábil sincretismo político-económico, ha labrado lo mejor y lo peor de su atribulada historia. No deja de ser sorprendente.
La división y repartición inicial entre españoles y portugueses de las rutas de navegación en el océano atlántico y la eventual conquista del Nuevo Mundo -producto del Tratado de Tordesillas- pronto dio paso a una erupción de apetencias europeas, atraídas por el esplendor ficticio de El Dorado y unas tierras de especies y oro con las que Colón se habría tropezado como quien patea, par hasard, la lámpara de Aladino de regreso de una noche de trasnocho.
Pronto los mares del nuevo continente se convirtieron en campos de batallas de blanquiñosos ávidos de riqueza para salir de la escasez insalubre en que malvivían en el viejo continente, o de rellenar las arcas reales exhaustas por la tonta e inútil altivez de sus monarcas, y el deseo de un clero deseoso de salvar almas y de paso extender su dominio espiritual y material en el mundo. Surge la rapiña violenta de los piratas y corsarios, al servicio propio o de monarcas con tics de asaltadores y violadores, tan romantizados por Hollywood y sus grandes estudios. No, no, no del capitán Jack Sparrow no vamos a hablar…
Aquí se desliza -sin querer queriendo- la diatriba acerca del papel de los europeos en la destrucción de civilizaciones sofisticadas y promisorias, o de bucólicos indígenas, pacíficos y semidesnudos, viviendo en libertad y fumando hojas de tabaco en comunión respetuosa con la naturaleza. La verdad de la milanesa es que ni los unos eran tan desalmados -basta con leer a los cronistas de Indias, ni los otros tan pacíficos y hippies, como atestiguan los miles de miles de guerreros de pueblos oprimidos por los Aztecas que conformaron la vengativa y cruenta vanguardia en la toma de Tenochtitlán por Hernán Cortez y sus aliados.
Hagamos un arbitrario flash forward… siglos después, una vez cimentada la aparición de América en repúblicas balbucientes y pendencieras, llegarían grupos de nuevos inmigrantes -principalmente europeos- a la búsqueda de lo que se les había perdido en sus países de origen: la posibilidad de prosperar en paz. Italianos, portugueses, españoles republicanos y no tanto, gente de Mitteleuropa , judíos sefarditas y asquenazí, levantinos tanto musulmanes como cristianos, chinos y japoneses, gravarían de una manera indeleble la fisonomía racial y cultural del continente americano. Una diáspora bendita.
A la pequeña Venecia le ha tocado su diáspora propia, ir a buscar en otro lugar lo que perdió en el suyo. Son millones de extrañados dejando, ahora ellos, su rastro en sociedades una vez ajenas pero cada vez más suyas a pesar de las dificultades que son el pan de cada día del migrante de a pie, o de carro de segunda mano. (Valga el paréntesis para saludar la encomiable labor de Tomás Páez por establecer una cartografía de la diáspora venezolana).
Eso que llaman no sin cierto aire nacionalista la “venezolanidad” ya no será la misma, una vez más, gracias a los idiomas y hábitos culturales que como ayer nos regaló una diáspora exógena, hoy enriquece a la nuestra allí, donde se encuentre, hasta que quiera o pueda volver. Diásporas hubo…