Por: Asdrúbal Aguiar
Es contrario al sentimiento humano celebrar una guerra, pero no es menos cierto que deja enseñanzas y las marca con fierro. Lo hace, lamentablemente, sobre dolores que pudieron evitarse y sufren otros que no los superan.
– “Ciertamente los hombres muy codiciosos de declarar la guerra hacen primero lo que deberían hacer a la postre, trastornando el orden de la razón, porque comienzan por la ejecución y por la fuerza, que ha de ser lo último y posterior a haberlo muy bien pensado y considerado: y cuando les sobreviene algún desastre se acogen a la razón”, comenta Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso (Madrid, 1889).
Me es difícil desentrañar, por ende, el sentido de lo declarado en conjunto por Vladimir Putin y Xi-Jinping el pasado 4 de febrero, como proemio a la dantesca guerra que aquél desata sobre Ucrania. Dicen “defender firmemente los resultados de la Segunda Guerra Mundial y el orden mundial existente de la posguerra…. [y] resistir los intentos de negar, distorsionar y falsificar la historia”. A la vez, como negando lo afirmado anuncian que las relaciones internacionales entrarán en una Nueva Era, que reclama “la transformación de la arquitectura de la gobernanza y el orden mundiales”.
Si nos atenemos a lo que estos ajustan en el documento o Pacto de Beijing que suscriben, a saber, el compromiso para “evitar… negar la responsabilidad de las atrocidades cometidas por los agresores nazis, los invasores militaristas y sus cómplices, a fin de manchar y empañar el honor de los países victoriosos” – entre otros la misma China y Rusia – mal se entiende lo que horas después, uno de ellos, Putin, lleva a cabo, a saber, sobreponer la fuerza por sobre la razón ética y práctica. A menos que el mensaje subyacente de ambos sea otro, dada la omisión de toda referencia al Holocausto dentro de este. ¿Acaso dejan como elemento de segundo orden para esa Nueva Era a la razón de Humanidad?
De ser así, tiene razón Tucídides. Se está privilegiando el logro geopolítico: – “Se oponen a los intentos de las fuerzas externas de socavar la seguridad y la estabilidad en sus regiones adyacentes comunes”, reza lo acordado entre Rusia y China; que otra vez se vuelve oxímoron, dado el otro compromiso que sitúan entre líneas: “Defender la autoridad de las Naciones Unidas y la justicia en las relaciones internacionales”.
La norma cierta que lega la conflagración del siglo XX citada y que cristaliza como límite del poder de los Estados, es la del respeto universal de la dignidad de la persona humana. Ha sido enterrada para lo sucesivo. Ambas potencias – en la hora previa al acto de agresión ejecutado por una de ellas – han fijado, debo repetirlo, un credo distinto que defenderán “en una Nueva Era”.
¿Es Ucrania, entonces, el bautizo o parteaguas, transcurridos 30 años desde la caída de la Cortina de Hierro hasta el estallido de la pandemia universal de origen chino?
“El viaje moderno llega a su final”, es el título que identifica mi más reciente libro. Y por lo visto Ucrania es el experimento, pero también la oportunidad de las enmiendas retrasadas desde 1989. ¿Tendrá tiempo la sociedad occidental para ello?
La ocurrencia real y no virtual de la guerra, hemos de admitirlo, la saca de su ensimismamiento y letargo, de su indolencia y trivialidad, que la ha llevado hasta a negarse como civilización.
Durante las tres décadas recorridas sólo se ha ocupado de destruir sus códigos genéticos. Expresa vergüenza por la extracción judeocristiana y grecolatina de su cultura. Exige disponer de la vida humana, libremente, al principio y en su final; forjar otras identidades que la desprendan de la humillante heterosexualidad inscrita sobre el Génesis; prosternar el sincretismo de razas del que es tributaria; y volver a sus gentes objeto y parte de la Naturaleza, renunciando a su señorío para conservarla y acrecerla.
Se muestran sorprendidos los occidentales, no obstante, con lo inédito, no de la guerra contra Ucrania sino de su modalidad dieciochesca regresiva, en plena deriva planetaria digital y de la inteligencia artificial.
Han despertado los ucranianos a los occidentales europeos y norteamericanos, mas no a los venezolanos. Estos cierran su año 2021 con 11.081 muertos producto de la violencia mientras la comunidad mundial les pide, mediando la Rusia de Putin, que resuelvan en paz sus entuertos a través de elecciones; y que las víctimas de la dictadura no se vuelvan muy exigentes.
Sale Occidente de su Metaverso, en fin, de su enajenación y aislamiento virtual para condenar lo que es también su pecado de omisión, el regreso de la guerra armada en un tiempo de francachela y deconstrucción durante el que ha derribado sus íconos, quemado sus templos, y la memoria la ha sido revisada para demandarle cuentas a los muertos, en nombre de la libertad. Ha malgastado los treinta años venidos desde la ruptura «epocal» que baja el telón con el COVID-19, causando unas 5.000.000 de víctimas sin dolientes en el planeta, salvo el frio registro de la Universidad de John Hopkins.
Entre tanto, quienes se rasgan las vestiduras por la masacre sobre Ucrania, son cuidadosos de no pedirle a los chinos – socios de Rusia y con vistas a la Era Nueva – reparen a la Humanidad los daños transfronterizos que les ha irrogado con el riesgo «científico» de Wuhan. Y dicen Jinping y Putin, con frialdad de lápida, que “se oponen a la politización de este tema… es una cuestión de ciencia”, arguyen.
La Asamblea General de la ONU, ante la parálisis del Consejo de Seguridad dada la cuestión de la guerra contra Ucrania igualmente ha abandonado su abulia. 141 sobre 193 de sus Estados miembros han condenado la ruptura de la paz. Sólo eso. Y la Corte Internacional de Justicia intimada a Rusia, jugándose su autoridad y en términos que diluyen la gravedad del evento, la suspensión de sus “operaciones militares”. A ambas partes les exige “garantizar que no agravarán su controversia”. No van más allá, pero acaban con la razón ética que exige discernir entre víctimas y victimarios. Hielan la sangre todos.