Publicado en: El Universal
Chile, Bolivia, Colombia, Ecuador… el piso de la democracia cruje en Latinoamérica. Mientras la región se entrega a la vorágine que puso a la democracia representativa a caminar en una cuerda floja, mientras en algunos casos parece masticar y escupir sus logros, en Venezuela observamos todo con el desconcierto del hambriento frente al caótico festín. Y no se trata, claro está, de desear para nosotros esos mismos cataclismos; pero es inevitable apreciar otro tenor en las angustias que movilizan a estas sociedades, favorecidas en su mayoría por una evolución que acá luce desdibujada, casi inasible. Desde el apeadero del retroceso, vemos cómo el mundo exhibe un malestar asociado al aumento de expectativas que por ahora resultan del todo ajenas a nuestra precariedad. Comida, salud, seguridad: sometidos por el reino de los imperativos biológicos, el de la esfera doméstica, el oikos, en nuestro país resulta cada vez más difícil salir “de uno mismo” para entrar libremente en el espacio público, el de la polis.
Entretanto, muchas democracias que creíamos funcionales saltan hoy al banquillo de los acusados. Y los venezolanos, émulos de Tántalo, una y otra vez apartados del fruto o del agua que aliviaría esta avidez de cambios que tanto nos desordena, debemos ser testigos del inopinado descarrilamiento… ¿se agotó la democracia antes de que pudiésemos alcanzarla? Conscientes de nuestra desventaja, la conmoción obliga a hacer preguntas, a procurar algunas explicaciones: ¿cómo se vincula ese feroz desengaño al siempre traumático acomodo entre utopía y realización? ¿Es este un signo del acabose de la democracia, de su colapso definitivo como sistema, o habla más bien del puntual desempeño de sus operadores, de quienes le dan rostro e identidad precisa?
En cuanto al primer planteamiento, importa considerar las tensiones entre el envión del deber y la resistencia del ser. “Así como hay un realismo malo, en el extremo opuesto hay un idealismo malo: el perfeccionismo. (…) El problema consiste en establecer la distinción entre ideales bien entendidos y mal entendidos, y por lo tanto entre ideales bien empleados y mal empleados, en donde el perfeccionismo es el modo equivocado de entenderlos y emplearlos”, apunta Giovanni Sartori. En tanto régimen que camina a contracorriente, que desafía esas “leyes inerciales que gobiernan a los grupos humanos” y alientan la prosaica afición por el poder, la democracia enfrenta una paradoja: la de un ideal que demanda fe en nuestros más sublimes rasgos, pero cuya concreción es imposible sin efectivos demiurgos, sin la asistencia de esa visión realista que según Constant, interpone principios intermediarios, portadores de medios de aplicación.
¿Es posible que esa confusión esté retratando el fin de la gran infatuation inicial; un proceso que podría llevar, ora a comprometerse con la mejora de la calidad de lo existente, ora a encresparse y confundir la tentación de la sustitución con la regresión autoritaria, gracias al influjo de ese idealismo mal entendido y peor empleado? A los signos del malestar en curso, por cierto, habría que añadir las polémicas irrupciones de neo-populistas, xenófobos o ultranacionalistas al estilo de Trump u Orbán. Liderazgos del todo alejados de ese centro político en el que cobra cuerpo la democracia, expertos en medrar en la herida abierta, la desconfianza que suscita la decepcionante mediación de actores e instituciones.
Esto lleva a aterrizar en la segunda consideración. Una crítica atada a factores como la erosión del vínculo de representación entre partidos y ciudadanos, y que conduce a la desafección cívica, a la dilución de los espacios de participación y la pérdida del interés de los convocados, parece estar en la base de la anomalía en curso. Estudios indican que cuanto más bajos son los niveles de confianza en los partidos, tanto peor son los niveles de satisfacción respecto al sistema y sus oportunidades. La voz de alarma resulta especialmente importante para nuestro país, donde la mayoría de los partidos todavía no logra completar una genuina labor de democratización de sus estructuras tras la bomba de destrucción que activó la llegada de la revolución bolivariana.
Pero “en lugar de enfurecerse contra la noche que viene”, como escribe Adam Tooze al citar a Runciman, conviene adoptar una actitud de “realismo desilusionado”. A expensas de datos que miden la hondura del cisma entre políticos y ciudadanos (y los extemporáneos ecos de 2014 ó 2017 en un contexto muy distinto ponen en evidencia esa desconexión) lo útil es alistarse para superar lo superable, la reparación del ethos extraviado y asiento de la eventual regeneración de la democracia en Venezuela. Sin “idealismos malos”, lo sensato es optar por lo que funciona. El rescate del voto, del diálogo, el respeto por las minorías o la horizontalización del intercambio, por ejemplo, serán prácticas que marquen la diferencia cuando todo obligue a recomponer una potencia que hoy luce trágicamente menguada.
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