Publicado en: El Universal
La conmemoración de otro 4F exhuma el viejo choque entre quienes leyeron en tal “gesta” una movida del todo justificada, y quienes divisamos, sin titubeos, la nítida embestida contra la democracia. He allí un hito que se clavó como púa letal en nuestro Volksgeist (eso que el romanticismo alemán identificó con el “espíritu de la nación”); y lo trizó, lo hizo irreconocible. Tanto estrago, claro, aún quema. “El 4 de febrero representa el chispazo que fortaleció al pueblo y lo enrumbó en la lucha por el rescate de la dignidad”, anuncia un conocido portal de propaganda del gobierno, en intento por establecer que el de Chávez fue “un alzamiento de la voz del pueblo” contra un “sistema político destructor”. Irónico, si se repasa el ulterior naufragio, el del país sumido en el más brutal retroceso. Un tránsito que obliga a valorar lo que tuvimos, esa democracia -imperfecta, sí, pero funcional- confiscada por el populismo y la voraz antipolítica.
Para unos, entonces, el caudillo alzado fue un “demócrata” en tanto asumía la voz de la sufriente mayoría, la encarnaba, le daba así activo protagonismo. Pero sabemos de los marrulleros giros de populistas y revolucionarios, de su talento para disfrazar de “demos” los propios apetitos (no hay ley que esté por encima del pueblo… y “el pueblo, soy yo”). Sobre la esencia normo-fóbica de estos liderazgos y los atajos retóricos que hacen de la democracia su parapeto, Edward Shils ya advertía en 1956 que el populismo “proclama que la voluntad del pueblo en sí misma tiene una supremacía sobre cualquier otra regla, provengan éstas de las instituciones tradicionales o de la voluntad de otros estratos sociales”.
Los neo-populismos del siglo XXI, tan separados por sus idiosincrasias como afines en cuanto a métodos, símbolos y narrativas, están imbuidos de ese ánimo atrabiliario que lo mismo los lleva a censurar la obsolescencia de la democracia liberal, el vaciado de la voluntad popular, del sentido y utilidad del voto, como a autoerigirse en apoderados de la “verdadera democracia”; una que sólo surge, se afirma, de la relación “directa” entre líderes y ciudadanos. A santo de la resbalosa premisa, la institucionalidad acaba siendo estorbo en potencia, cada regla o fórmula nacida del pacto social pueden, repentinamente, ser crucificadas en nombre de la urgencia “de todos”. Sí, el populista es un apóstol del milagro express. Son liderazgos que evocan los rasgos de la modernidad líquida: adaptables, imprevistos, mudables, alérgicos a la solidez de las estructuras fijas.
Los tiempos que corren (signados, decía Bauman, por la incertidumbre, la pérdida de credibilidad, la pasión por lo efímero; el miedo al compromiso, a los acomodos y renuncias que este implica) parecen ideales para estos buhoneros de la política. Todo indica que azuzar los móviles de sociedades asustadas y deseantes, botines del anárquico registro emocional, resulta muy útil a la hora de cultivar adhesiones. Gracias a las redes sociales, además, ese vértigo, ese espejismo de la comunicación expedita y sin intermediarios se acentúa. En la otra acera, entretanto, la democracia y su hambre de asociaciones estables, su supervivencia atada a contratos de largo aliento y procedimientos inequívocos, empieza a lucir desteñida. La realidad líquida conspira contra ella.
Con todo lo que abarca en términos de idealización, la democracia plantea, por otro lado, serios desafíos cuando toca ajustar expectativas al ejercicio posible. Allí quizás estriba buena parte de la crisis que enfrenta incluso en países donde el ascenso de liderazgos autoritarios era impensable. Lejos de ayudar a entenderla como proyecto siempre en construcción, susceptible de mejora, ese acento utopizante la descalifica a priori, le endosa complicaciones que los pícaros estrujan.
Así como un Chávez convencido de que actuaba en nombre del demos optó por la “medicina” del putschismo en lugar de apegarse a la Constitución, a la convención política que autorregula el sistema, otros líderes, miembros de nuevas generaciones de “demócratas” más interesados en renovar formas que contenidos, no lo hacen mejor. De allí que un irreverente Bukele, por ejemplo -quien atrincherado en twitter se autoproclama como el “presidente más cool del mundo”– pase de ser una promesa a una incógnita temible. La penosa imagen de militarización del Parlamento salvadoreño, tan cercana a la propia realidad venezolana, lleva a pensar que la noción de democracia fluye hoy con criterio disparejo; y que el auge del populismo ha desfigurado principios al punto de volverlos tan elásticos como para excusar los respingos todopoderosos de viejos-nuevos gobernantes.
Para quienes contemplamos hoy a la democracia como un bien perdido que exige ser rehabilitado a fondo, no nos es dado omitir la anomalía. A propósito del futuro, nada tan peligroso como encandilarse por lo que parece y no es: una “democracia líquida” que trepida en la retórica, pero cuyos actos viven muy lejos de la evolución que necesitamos.
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