Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“Un Estado que se basa en la violencia necesita sostenerse por la violencia”.
G. W. F. Hegel
La cultura latina clásica llamó proletarios a quienes cumplían, en lo esencial, la función social de procrear. De hecho, en latín, “hijo” se dice prole. De modo que proletario significa descendiente. Por eso mismo, los proletarios conformaron la parte más básica -en sentido estricto, alcalina- de la sociedad romana, dado que proveían el material primordial del cual se surtían de continuo tanto las legiones como las cosas más sencillas y cotidianas, las labores subordinadas de la vida, esas que toda ciudad requiere para poder mantenerse al día, en sus más diferentes ámbitos. Ese material básico, esa materia prima, no era otra que ellos mismos.
Roma necesitó procrear, crear su propia prole, para consolidar su república y más tarde su imperio. Fue, pues, la prole la mano de obra, el instrumento que, sin tan siquiera sospecharlo, limpió el camino para que el senatus populusque romanus (SPQR) marchara desde el campamento forajido a la construcción del gran imperio. Porque conviene recordar el hecho de que, en sus orígenes, Roma fue, como dice Hegel, un Estado formado por bandidos: “Todos los historiadores concuerdan en que, desde muy pronto, unos pastores, mandados por jefes, habían merodeado por las colinas de Roma; la primera colectividad romana se habría constituido como un Estado de bandidos”. Así, y con el tiempo, los romanos transitaron por los caminos que construyeron los descendientes: un camino que conduce desde la condición criminal al imperio de las leyes, cabe decir, en sentido inversamnte proporcional al de ciertas relaciones sociales y políticas de reciente data, en las cuales de continuo se conspira para demoler las bases mismas de esa suerte de biblioteca universal de Alejandría que es la historia de la humanidad.
A partir del siglo XIX, la figura del proletario vuelve a hacerse visible. Renace con inusitada fuerza, como resultado del continuo e incesante movimiento de producción y la persistente sacudida de las nuevas relaciones sociales, que va colmando el interés de la conciencia del tiempo. Así, mientras el tropel de la modernidad le iba poniendo fecha de prescripción a todo lo que antes fuera estable y seguro, la prole crecía sin parar, como crecen los síntomas de una patología inocultable, ese “algo huele mal en Dinamarca” que signa las pestilencias de la injusticia. Todo cambió desde ese momento. Las tradiciones, opiniones y creencias que antes resultaban venerables, se fueron desvaneciendo, y las que fueron surgiendo se marchitaron antes de poder echar raíces. Lo eterno se hizo humo industrial. Lo sagrado se fue haciendo cada vez más profano, creando un mundo a la imagen y semejanza del taller. Y, como el Hexemeister goetheano, se desataron las fuerzas objetivas, independientes de la propia voluntad de sus demiurgos. Fuerzas tan poderosas que ya no pudieron detener, por más empeño que se pusiera en querer controlarlas. Las armas con las que la modernidad venció al pasado se volvieron en su contra.
No obstante, y a pesar de haber transformado todo el pasado en un auténtico cementerio, la sociedad moderna, como en el Doktor Frankenstein de Shelley, tuvo la imperiosa necesidad de invocar el fantasma de la antigua noción de descendencia romana, creando las condiciones para el resurgimiento de la prole, es decir, de aquel que sólo puede vivir para comer, guarecerse y reproducirse. Porque en la misma medida en la cual se fueron desarrollando sus indetenibles capacidades productivas, en esa misma medida tuvo la impostergable obligación de ir aumentando una cadena sin fin de consumidores y, por tanto, de los genéricamente capaces de producir, sin necesidad de poseer una determinada profesión o la mayor especialización para hacerlo. Conforman esa clase de trabajadores que sólo pueden vivir cuando encuentran trabajo y que sólo pueden encontrar trabajo cuando es requerido el aumento de la ganancia empresarial. Son trabajadores a destajo, de ocasión, que ayer estaban en la industria de la construcción, hoy en un dealer y mañana cortarán el césped, cumplirán con la misión del delivery o ingresarán a una cuadrilla de housekeeper, sin otra cosa que ofrecer más que el sudor de la fuerza de su trabajo. Jekyll y Hyde: humano, cuando cumple con sus funciones animales; animal, cuando cumple con sus funciones humanas.
La cada vez mayor simplificación de sus funciones -que ya estaba presente desde sus orígenes-, hace del trabajo algo monótono, mecánico, hostil y repugnante. Y, como fiel reflejo de la simplicidad de su hacer, los individuos se van haciendo cada vez más simples, instrumentales y heterónomos, con lo cual no sólo aumenta su pobreza material sino, esencialmente, su pobreza espiritual. Este es el perfil del ciudadano promedio que se vio obligado a emigrar de una Venezuela estrangulada por un régimen gansteril, una banda criminal que, en nombre de un proletariado ficticio, extraído de la más burda imaginación bolchevique, se sostiene sobre los hombros no del proletariado real -que tanto gusta evocar, con fines estrictamente demagógicos-, sino del Lumpenproletariat, el cual, según afirmaba el propio Marx, “representa la putrefacción pasiva de los estratos más bajos de la sociedad, que por sus mismas condiciones de vida está dispuesto a dejarse comprar y a ponerse al servicio de las intrigas más reaccionarias”. El gansterato que mantiene secuestrada a Venezuela prefirió convertir a cientos de miles de sus mejores profesionales y técnicos en proletarios, fámulos en el exilio, antes de terminar de destruir lo que va quedando de país. Su violencia de origen se sostiene sobre la violencia, incluso sobre la violencia revestida de ficción electoral. Por eso prefirió quemar los barcos del futuro y entregarla al crimen que se va apoderando de todo y amenaza con expandirse más allá de sus fronteras.
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