Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“Those who do not remember the past are condemmed to repeat it”. George Santayana, Life and Reason
La palabra “lumpen” tiene su origen en la voz alemana Lumpenproletariat. Su traducción literal al español es “proletariado en harapos”. Se trata de un término acuñado por Karl Marx, primero, en la Ideología alemana y, más tarde, en el Dieciocho de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte. El lumpen es definido por Marx como ese grupo social que, aunque proviene del campo, vive en los márgenes de la ciudad, en las que intenta mejorar su suerte. Y en ellas va formando los llamados “cinturones de miseria” que las circundan. De hecho, son individuos socialmente degradados, carentes de formación, que viven del día a día, a la espera de un afortunado zarpazo. Su subsistencia depende o de la caridad, pública o privada, o de labores genéricas puntuales o de la prostitución o del crimen. Carentes de medios de producción e incapacitados para asumir los requerimientos técnico-instrumentales que impone el mercado laboral, su conciencia social, ciudadana, resulta inexistente. Ha sido reducido al instinto primitivo de sobrevivencia. Sus móviles son el resentimiento y la venganza. Estas son las palabras de Marx: “vástagos degenerados y aventureros, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, caldereros, mendigos”. Fueron ellos los que marcaron la pauta durante el mandato de “el sobrino del tío”, Luis Napoleón Bonaparte. Y son quienes hoy hacen las delicias del “ahijado de Il Padrino”, Nicolás Maduro.
La cuestión de la educación estética no es cosa de “segundo plano”, aunque muchos no lo comprendan y, por eso mismo, le resten importancia. Como dicen las Escrituras, “conocimiento implica dolor”, porque mientras más se sabe más se sufre. Es bien conocido el papel preponderante del Pathos en la teoría platónica del conocimiento. Hegel, pensador de la libre voluntad como resultado de la historia, retoma las pulsaciones del mundo clásico antiguo cuando sostiene que “las cosas vivas tienen, respecto de las no vivas, el privilegio del dolor”. De ahí proviene el hecho de que el saber implique responsabilidad. La condición adulta del saber es propia del compromiso de todo ciudadano libre. El saber se identifica con la libertad. Pero la libertad es el resultado de una ardua y dolorosa conquista, que implica la necesidad de asumir un alto grado de responsabilidad, del estar consciente y en plena posesión de la necesaria madurez que, no obstante, muchos nunca llegan a alcanzar, precisamente a consecuencia de la ignorancia que, no pocas veces, es inducida por quienes sustentan el poder. Y así como ocurre con los individuos ocurre con las sociedades. Es por eso que el populismo prende tan fácilmente entre quienes no han sabido cultivar su espíritu. Y a medida que aumenta la pobreza espiritual el lumpen gana terreno y se va sintiendo a sus anchas.
La pretensión de sustituir el saber por las meras representaciones es sinónimo de osadía pueril, de volubilidad y maleabilidad, pero, sobre todo, de servil heteronomía. Son esos los infantes, sargentones cuarteleros, dispuestos -al modo de Eichman- a obedecer “cumpliendo instrucciones”, sin razón que los asista, a no ser la exclusiva “razón” que dan los billetes verdes manchados de sangre. Son los que “se las saben todas”: los sabihondos sin estudio ni formación, los repetidores de frases hechas sin causa ni fundamento; o los que lanzan políticos al vacío y disparan a discreción con macabra frialdad, con absoluta indiferencia. Son los que llegan a creer que “el pueblo” son los cuatro o cinco compinches del barrio, los mal-andros (hombres de mal), alegres cómplices de sus felonías. La ignorancia es cándida, “feliz”, precisamente porque no sabe. Poner el destino de lo que fue un país en manos de los “más alegres”, los más indiferentes ante el dolor, los “milicianos” del régimen -¡oh, vergüenza!-, para formar el “coro de vicios” al que pomposamente osan llamar “Estado”, produce, más que preocupación, un profundo dolor, una profunda indignación.
Las mamarrachadas no pueden ser fundamento más que de la ridiculez. Venezuela no merece seguir en manos de semejantes bufones impíos. Si es verdad que “se saca el pasajero por la maleta”, bastará con soportar alguna de las insufribles alocuciones de Maduro o de Cabello para caer en cuenta de la estrecha relación que existe entre conocimiento y dolor. Hace algunos años, un tal “Cara’e Mango” -salido de las inmarcesibles filas del lumpanato- se ofrecía como ministro para recomponer “los motores” de la economía. Su “logos” consistía en que llegasen completas al barrio las trescientas bolsas “clap” que el régimen enviaba y no las ciento cincuenta que, al final, terminaban llegando. Nel mezzo del camin, Dante dixit, misteriosamente se desaparecía la mitad de la carga. Pero gracias a las gestiones “anti-robo” de las bolsas de alimentos que “Cara’e Mango” ofrecía, no sin conocimiento de causa, el barrio superaría “todos” sus problemas. “Barriga llena, corazón contento”. Primum vivere, deinde philosophari. Después de conocer tales argumentos, se comienza a sospechar que el grave problema que padece Venezuela es, esencialmente, de pobreza espiritual. ¡¿Y quién sabe?! Tal vez “Cara’e Mango”, en virtud de tan arduas gestiones macroeconómicas, pudiese llegar a ser postulado por el gansterato madurista como candidato al premio Nobel de Economía.
Claro que, además de los “Cara’e Mango” y los “Cara’e Tabla” que pululan en las filas del narco-régimen, hay muchos otros de similar tenor y valía, que se proponen decretar el cese de la “guerra económica” y, con ella, de la astronómica estanflación que, como se sabe, provocaron los dueños de los abastos y panaderías -¡esos “grandes burgueses” vinculados con las transnacionales imperialistas!-, con el fin de destruir el “aparato productivo”, el comercio y la banca. El régimen nada tuvo que ver con eso. Un día, Venezuela amaneció sin papel higiénico, sin que todavía se tenga noticia de lo que pasó. Y de ahí en adelante los productos de consumo comenzaron a ser devorados por algún hoyo negro, tal vez puesto sobre la geografía venezolana por el imperialismo. No fue Chávez, ni Maduro ni sus secuaces. Simplemente, “alguien” -el “enemigo externo”- destruyó la economía del país. Y menos lo son de la más escalofriante y aterradora corrupción que haya tenido el ex-país en toda su historia. ¡No señor!, fueron los tenderos, los panaderos, los fruteros, los ferreteros, los farmacéuticos, para no decir de los mecánicos, entre otros, quienes, junto con “el Pelucón”, y su macabro plan terrorista de desabastecimiento, crearon toda esa “sensación de crisis” inflacionaria que, en realidad, muy en el fondo, nunca existió. Y menos ahora que “Venezuela se arregló”. Porque la verdad es que la hubo, pero, en realidad, nunca la hubo. Y si la hubo, a consecuencia de la “guerra económica”, ¿cuál es el problema? ¿Cuántos países se pueden dar el lujo de tener como presidente a “Superbigote”? A la larga, todo se resolverá, desde los problemas del robo de los cables del “ferro”, pasando por “el tema” de la gasolina, las comunicaciones y la interconexión, el “sabotaje eléctrico”, el suministro de agua, la aprobación del “salario único”, la industria del secuestro, la definitiva desaparición de esa chocante meritocracia y de la autonomía universitaria, la dotación de medicamentos para los hospitales, la repartición de lo que queda de propiedad, la recolección de la basura en todas las ciudades y pueblos, el transporte público, la potabilización del río Güaire, el golpismo mediático que aún persiste, los cráteres en calles y aceras, el olor a orine. O sea, todo, “hasta el infinito y más allá”. Y, por supuesto, finalmente tendrá lugar el fin de la historia, el último gran episodio de la última y definitiva satrapía de la historia patria. Parafraseando Kant: “del lumpanato que nos libre Dios, que del populismo me libro yo”.