Publicado en: El Universal
“El inviduo aislado carece por completo de existencia política positiva”; así que la democracia real “sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones que agrupan voluntades políticas coincidentes”, escribía Hans Kelsen en 1920. A santo de eso, y sabiendo que el ejemplo del buen hacer nunca caduca, es justo repasar el desempeño de los partidos políticos en momentos claves de nuestra historia. Pues, si alguna luz surge de los recientes resultados electorales, es que la crisis de representación -espejo de los dilemas de esas organizaciones- sigue dejando sus muescas.
La desazón no es poca. Si la voluntad colectiva es formada, encauzada y exteriorizada de forma confiable por la acción de los partidos (encargados de operacionalizar el “deber ser” de la política y volverlo “ser”) cabe pensar que, sin ellos, incluso imaginar la democracia es una temeridad.
Al hablar de reinstitucionalización, meta forzosa para un país que precisa alejarse del déjà vu rupturista, toca incluir entonces no sólo a instituciones del Estado, sino a las de la sociedad civil en su conjunto. Gremios, sindicatos, universidades y, por supuesto, partidos políticos. La lógica indica que, innovación mediante, por ellos debería arrancar la reingeniería que oriente un nuevo ethos ciudadano y lo organice para volverlo influyente y equitativo. Dependemos para la tarea de demócratas practicantes, sin los cuales será difícil desentrañar la pezuña del autoritarismo, hoy hincada en cotos que ayer creíamos inmunes a su efecto.
Eso lo captaron antes muchos venezolanos que, aun lidiando contra brutales autocracias, se afanaron en agregar intereses en torno a idearios y proyectos colectivos, decididos a conjurar el rezago de un país cuasi rural y esquivado por la modernidad. Con ellos vendría la irrupción de la palabra, el logos, la determinación para “romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz”, como una vez proclamó el peruano Manuel González Prada. Durante el s.XX, en épocas poco proclives a ese encuentro con la política -acicate para promoverlo, también- prosperaron importantes partidos de masas, con Acción Democrática a la cabeza; el “movimiento político más poderoso del siglo”, según Manuel Caballero.
(Al recordar el arraigo popular del AD, por cierto, y detenerse en el paisaje pre y post-electoral, cuesta no dar razón al trino de Marina Ayala: “No había un pueblo, un caserío donde no estuvieran. Hoy, perdidos y sin rumbo”).
Lo grave es que la desorientación de quienes están llamados a orientar, se traslada a una sociedad castigada por la falta de información y formación política, por el vacío de referentes. Esa crisis de representación, además, enlaza con otros dos frentes, la crisis global de la política y de la calidad de la democracia. Desde finales de los 90, de hecho, tal como lo demostró el irlandés Peter Mair, la participación electoral disminuyó en forma sensible en las democracias occidentales, pasando de un promedio de 84% (1960-1970) a 76% en el 2000. Luego de la “década perdida” otro tanto ocurre en Latinoamérica, con un promedio de 68,75% en las más recientes elecciones presidenciales (IDEA, 2020). El desarreglo se agudiza en casos como el de Venezuela, donde el déficit democrático inhibe una de las principales funciones de los partidos, la de facilitar el vínculo entre las demandas sociales y la respuesta de las estructuras el Estado. Naturalmente, el debilitamiento de un modelo que, como explica Dieter Nohlen (2004), requiere de un ciudadano comprometido, interesado en los asuntos públicos, informado, dueño de un sentimiento de autodeterminación y competencia política y, por tanto, dispuesto a participar, no ayuda a que esa mediación se complete de forma efectiva.
Pero quizás la consciencia de esa anemia es lo que brinda aliciente para emprender las mudanzas de fondo que nos debe el s.XXI. Incluso con un panorama de fuerzas que parecen repelerse, el potencial que se abre para romper la polarización no deja de ofrecer oportunidades. En el anticipo de ese pluralismo que da fibra a la democracia, a los partidos conviene asumir reacomodos a tono con los tiempos, sintonizados con el interés de los distintos.
Si bien Kelsen señala que “un ideal colectivo superior a los intereses de grupo y, por consiguiente, suprapartidista” es algo cercano a una “ilusión metapolítica”, en Venezuela se impone trabajar en ambos sentidos. Por un lado, apelar a la cooperación para dar grosor a un proyecto afín a esa mayoría social que cuestiona al gobierno (80%, según encuestas); y convertirla, con votos, en mayoría política. Por otro, zanjar lo inacabado: la modernización estructural/procedimental que permita a partidos abrazar identidades programáticas claras y atajar, por ende, el proceder suicida de sus miembros, sus ánimos de enterrar lo poquísimo que resta de las glorias pasadas.
A ese up-date democrático obedecería en buena medida una reconstrucción que, operando desde abajo y desde adentro, incida en la evolución de códigos colectivos. Evolución que, además, libre a instituciones y políticos de los bochornos de la irrelevancia.