Publicado en: El Universal
“Ser o no ser”, se cuestiona Hamlet, atenazado por la disyuntiva entre aceptar mansamente la adversidad u oponerse a sus tiros penetrantes. Ser o no ser, nos preguntamos a menudo, agobiados no tanto por la íntima zozobra de la indefinición como por la despiadada mirada ajena, la de ese juez público y multicéfalo que no duda en condenar lo que se le revela como ambivalente. Un problema para alentar decisiones firmes, para unos; cómodo y hasta útil, para otros, moverse entre dos aguas no siempre resulta un plan fácil de sobrellevar.
En efecto, la vaguedad identitaria ha sido recetada incluso como vía para adaptarse a los paradigmas de la neomodernidad, para conectar con grupos sin afiliación precisa, consumidores volátiles en sus adhesiones, suerte de huérfanos de referentes tradicionales. Son las playas sin olas de cierto relativismo.
En plano más elevado, la ambivalencia, vista como sustrato de lo humano y asimismo motor para trascender la condición biológica, según Bauman, nacida de la naturaleza dual de las operaciones de socialización y las de la praxis privada, no debería ser juzgada como estado de imperfección; y sí el interés por su reducción, en tanto eso lleva -afirma el pensador de la “Modernidad Líquida”– a la pérdida de la autonomía, al sacrificio de la imaginación.
Pero surge un malestar cuando la tensión propia de esa dualidad constitutiva de nuestra naturaleza (Pascal bautiza al hombre como “monstruo de contradicciones”) trueca en ambivalencia “estratégica” para sortear compromisos esenciales. Son los juegos de cierto marketing político, tan dados a agotar la forma para prescindir del acuciante contenido; tan esclavos del rifirrafe mediático y la customización de la promesa, algo que desde luego deja sus pisadas en la comunicación entre líderes y ciudadanos. El riesgo de la irrelevancia siempre está allí: y una resbalosa posición que pretende abarcar todo y que al final destierra lo medular (eso que en Venezuela algunos pretenden bautizar ahora como “centro”, ubicado equidistante y trapaceramente entre las excluyentes posturas de los pro-invasión y los pro-voto) puede acabar siendo pagada con desconfianzas.
Ser o no ser; llevada a su más cotidiana diligencia, la interpelación resulta especialmente relevante. No es aceptable embutir la defensa de la guerra y la paz en un mismo discurso, ni es viable construir identidad política a partir de los espasmos de la, ciertamente, movediza opinión pública… ¿cómo esperar, además, que un liderazgo bien aceitado por la razón dé gusto al diferenciado deseo que genera cada máquina deseante? En este caso, el “todo vale”, leído no como movida de amplitud sino como marrullera ambigüedad, como incongruencia y falta de sintonía con la urgencia real de la gente, interpone escollos para el acuerdo entre sectores que por democráticos, esperan encontrar espacios consistentes para la deliberación, para la exploración de diferencias y afinidades estratégicas.
Ser demócrata o no serlo; hacer política o no. He allí el dilema. Suponer que es posible vivir a mitad de ambos cortijos, abrevando aquí y allá en aras de un mal entendido pragmatismo sin camino y sin ágora, es jugada riesgosa para el país. Lanzarse a mimar a los extremos, manosear la afición mesiánica por los cambios, prender la yesca de la “amenaza creíble” mientras se asiste a un diálogo que no brilla en la retórica, luce desconcertante a estas alturas. Porque tomar partido no sólo implica oponerse de forma inequívoca a la devastación, a los destructores y al modelo salvaje que aúpan, sino procurar coincidir respecto a los métodos para frenar la anomalía. Métodos que, huelga decir, si gestionados por una dirigencia de carácter democrático, deberían responder al interés de distanciarse de la lógica autoritaria del régimen… ¿o no?
Lo otro es caer en la deshonestidad que, en una Francia propensa a la desmesura, Raymond Aron imputaba a los intelectuales filotiranos de su época -Sartre, entre ellos- “despiadados para con las debilidades de las democracias” pero “indulgentes para con los mayores crímenes, a condición de que se los cometa en nombre de doctrinas correctas” (deshonestidad, por cierto, habitual entre los cultores del socialismo del siglo XXI). Aun como saldo de contextos distintos, la conmoción frente a la disonancia no lo es tanto.
Ser, no ser: ese parece el dilema que a merced de esta torcedura histórica que castiga a los venezolanos, no deja de reeditarse en la oposición. Mientras las encuestas hablen de una mayoría que ajena al ardor de los polos en pugna, rechaza las salidas de fuerza; mientras los aliados exhiban su disposición por la solución negociada y electoral, sobrarán motivos para insistir en la ruta democrática. Pero hará falta, eso sí, una dirigencia convencida de que diferenciarse en forma y fondo de los autócratas, amén de una elección coherente es obligación ética; un modo de evitar no-ser, de “oponer brazos a este piélago de calamidades y darle fin, con atrevida resistencia”, también.
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