Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
La idea de la construcción de la eticidad o civilidad republicana, trasciende la percepción característica de las presuposiciones propias de las ideologías que configuran -y han venido determinando- el horizonte problemático de este inicio de siglo XXI. Se trata de un horizonte histórico, político, social y cultural en crisis orgánica, al que, sin embargo, se le pretende enmasillar con las tonalidades extremas -abstractamente reflejadas, en realidad- de los “ismos”, inherentes a toda fe positiva, carente de vida. Son esas tendencias ideológicas a las que, hoy en día, cada uno de los extremos involucrados suele designar bajo el nombre expiatorio de posverdad. Llámese socialismo, liberalismo o populismo. Pero, por eso mismo, la negatividad que algunos intérpretes rechazan y despachan sin más, como si se tratara del diablo, se vuelve contra ellos mismos, al punto de que, en vez de empeñarse en el estudio de la superación histórica de las antinomias -que es, además, el oficio que no sin paciencia conceptual ha asumido desde sus orígenes la filosofía-, se sugiere padecerlas, convivir inmersos en la charca de su martirio, anunciando “la buena nueva” de una herida sangrante, de una hemorragia indetenible. Como dice Hegel, “Ten el valor de equivocarte”. De ahí que el esfuerzo de “seguir pensando” -la superación que conserva-, que asume el rigor de lo negativo y la fuerza de la crítica histórica, se ha evidenciado como la mayor de las exigencias de la inteligencia del presente. Una exigencia necesaria y determinante, por lo que tiene que someter a juicio las abstracciones maniqueístas derivadas de la lógica de la identidad.
La idea de “la cosa pública” o de la Res-pública es, en efecto, una de las mayores contribuciones hechas por la filosofía a la historia de Occidente. Cada época, cada aquí y ahora, cada término del pensamiento y de la extensión del tiempo, ha tenido su modo particular de concebirla y comprenderla. Todos sus exponentes han ido tejiendo el entramado de su verdad. Lo que deja claro que ha sido justamente en virtud de su concrecimiento histórico de donde ha surgido su condición universal, ya que no se trata de un “modelo”, ni de una receta, ni de un esquema abstracto -ab extra– de interpretación de “la realidad misma” sino, más bien, de la autoconsciencia y el sistema de la realidad efectiva. No de la realidad inmediata (la realiter) sino de la realidad de verdad (la Wirklichkeit), la realidad comprendida como la acción de su realización, como “la hazaña de la libertad”. No, pues, como su práctica sino como su praxis. La lista es amplia. Para citar tan sólo a los más representativos: Platón, Aristóteles, Cicerón, Tito Livio, Maquiavelo, Moro, Bruno, Hobbes, Campanella, Spinoza, Vico, Montesquieu, Rousseau, Hegel. En todos ellos, la República manifiesta los caracteres propios de sus respectivas épocas. Pero todos ellos contribuyeron, cada uno a su modo, con la reafirmación de su autenticidad y, sobre todo, de su vigencia. Es el pasaje de lo pensado a lo pensante. La historia, dice Croce, siempre es historia contemporánea. Sólo basta reconstruirla, seguir su hilo de Ariadne, para poder comprender que los latidos del corazón del topo labran el presente y construyen el porvenir. No sin la paciencia del concepto, la mortaja de Ulises fue tejida, destejida y retejida, una y otra vez, con hilos de civilidad republicana.
Hoy, y quizá como nunca antes, el reordenamiento de la teoría y la praxis republicana se ha vuelto una exigencia. No se trata de la mera reivindicación verticalmente unilateral del concepto republicano en la jefatura del Estado. Ya ni siquiera se trata del republicanismo sino de la republicanidad. Y, por eso mismo, se trata de emprender el camino inverso: no el que va de las formas a la vida, sino el que va de la vida a las formas. Se trata, en consecuencia, de la recomposición -la superación que conserva- del orden y la conexión de la idea republicana y, en consecuencia, del compromiso de rescatar y reafirmar su condición institucional, esta vez, de manera abierta y flexible, sustentado en un renovado proyecto educativo, en una nueva expresión cultural. Si algo caracteriza la autenticidad de la vida republicana es la diversidad, la pluralidad, la diseminación. Su principio supremo es la real y efectiva división de los poderes, no solo de los constituidos sino, incluso, de los poderes más cercanos, los de las comunidades, esas que hacen posible la transformación del individuo en ciudadano. La confianza republicana no está depositada exclusivamente en las instituciones del poder central sino en la institucionalidad mínima local, porque es desde la base federativa de las comunidades que puede surgir la legitimación de toda la estructura. Por eso mismo, es menester traspasar las limitaciones propias del militante -y, todavía más, del miliciano- si se quiere tener una auténtica República de ciudadanos, en la que impere el reino de la justicia y la libertad, la nítida percepción de confianza y seguridad que sostenga, con bases firmes, la estabilidad integral de las instituciones. Nada más lejano del espíritu republicano y civil que el empeño invasivo presidencialista por controlar el funcionamiento de las instituciones del Estado. Toda forma caudillista le es contraria al espíritu y cuerpo republicanos.
Una nueva Ilustración se impone en medio de la tendenciosa oscurana de los “ismos”. Su atmósfera densa, corrompida, hipócrita y traicionera, oculta sus intereses particulares tras la atribución de una supuesta condición “natural”, de una “robinsonada”, ajena a toda historicidad. La verdad es que los antagonismos se complementan y solapan. Nada más solidario al populismo que el neoliberalismo, porque al destruir las bases de la republicanidad civil surge, casi de inmediato, la exigencia del atajo populista. Y, a la inversa, el fracaso al que siempre conduce el populismo es la premisa principal para la masiva irrupción de los intereses del cada quien y del cada cual, que pretenden sustituir el Ethos por la codicia. Quien quiera quejarse del uno debería quejarse del otro. En el fondo, son las mezquinas abstracciones, los extremos enajenados y recíprocamente indiferentes -el “otro del otro”- de toda sana civilidad republicana.