Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“Verum index sui et falsi”. B. Spinoza
Nadie, dice Hegel, puede saltar por encima de su tiempo, prescindir de las determinaciones que impone su propia época. A menos que se quiera construir un mundo ficticio, un “mero opinar, un elemento inconsistente que permite imaginar lo que se quiera”. Castillos minuciosamente construidos sobre nubes, los llamaría Maquiavelo. En realidad, los mundos como deben ser conforman una imagen especular, invertida, de lo que es. Y, más allá de la lógica de las identidades abstractas, guste o no, lo que es es la razón, incluyendo en ella el siempre farragoso barruntar de los “opinólogos” de oficio. Porque, si bien es cierto que lo que no es -los mundos de ensueño- ofrece una realidad inexistente, sublime y perfecta, no menos cierto es que en su interior se perfilan las costuras, los defectos, de lo que sí es, de modo que si bien puede parecer una solución ideal -o más bien, un sucedáneo evasivo-, termina traicionándose a sí misma, toda vez que se transforman en una prueba viviente, en una denuncia, de los desgarramientos sufridos por del ser. Lo indefectible termina, cual tiro por mampuesto, denunciando lo defectible y, consecuentemente, negándose a sí mismo. “Aunque ésta sea locura -afirma Polonio en Hamlet-, hay en ella cierta razón. Aciertos que puede tener la locura, que no logran ni la razón ni la cordura”.
Desde principio de los años noventa del siglo pasado, se entiende por «posverdad» la deliberada deformación, distorsión y descontextualización de la realidad, en la cual predominan más las emociones creíbles -las “pasiones tristes”, al decir de Spinoza- que la realidad efectiva de las cosas. Lo que comporta el premeditado propósito de manipular, influir y moldear el modo de percepción de la vida de las grandes mayorías, poniendo a la disposición de semejante empresa el poderoso arsenal de los medios masivos de comunicación e información y, muy especialmente, las influyentes redes sociales, al punto de torcer e invertir al extremo hasta las verdades más evidentes. Un ejemplo de los efectos perversos de la llamada posverdad sobre la opinión pública ha sido recientemente llevado al cine por Adam McKay, en el film No mires hacia arriba (Don’t Look Up). Como ha indicado Wolfgang Gil, en una de sus más recientes entregas, el film muestra cómo “la posverdad es utilizada, por igual, por políticos, grandes medios de comunicación y la élite capitalista. Si bien las élites tienen intereses que proteger, por otro lado, vemos a la población no sólo manipulada sino también dispuesta a dejarse seducir por los cantos de la sirena”, lo que queda demostrado “cuando los seguidores de la presidente Orlean, una evidente caricatura de Trump, están dispuestos a colocarse las gorras rojas con el mensaje negacionista ‘No miren hacia arriba”, como si por dejar de mirar las estrellas la inminente colisión del hiperobjeto, que se dirige a toda velocidad contra la Tierra, se desvanecerá por completo, como por arte de magia. “No hay que perder la esperanza”, diría algún dirigente político de la “oposición” venezolana, calzando sus viejos zapatos ye-ye de “la victoria”.
Fue el dramaturgo Steve Tesich quien, en 1992, a propósito de la guerra del Golfo Pérsico, calificara por vez primera este fenómeno social bajo el término de Post-truth, un término que, en otros tiempos, recibió los nombres de imaginación, falsa conciencia o ideología: “Lamento que nosotros como pueblo libre, hayamos decidido libremente vivir en un mundo en donde reina la posverdad”. Y de allí a la posdemocracia solo se puede hablar en términos de cálculo y racionalidad técnica aplicada. En este caso, se trata de un modelo de hacer política en el que todo vale, reñido con las ideas y valores inherentes a la democracia y, más bien, cercanos al neo-totalitarismo, cuya característica esencial consiste en el deslizamiento de Ethos político hacia la gavilla gansteril, cabe decir, hacia el empoderamiento de un grupo de delincuentes que, lejos de perseguir el bienestar social, secuestran el poder con el propósito de transformar el Estado en la mayor fuente de ingresos del gang. Así, por ejemplo, en los regímenes posdemocráticos, las elecciones para designar cargos públicos se convierten en un espectáculo mediático, gestionado por “expertos” en el chantaje de la población y en la manipulación de los mecanismos electorales, los cuales terminan atribuyendo “el triunfo” a la corporación gansteril y a sus aliados de turno. Por todo lo cual, no sería exacto decir que es exclusivo de la política conservatista, de derechas, o de las grandes corporaciones capitalistas.
Todo mundo sabe que mucho tiempo antes de las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos al gansterato que mantiene secuestrada a Venezuela, la economía del país había sido destruida y sus otrora cuantiosas arcas saqueadas. No obstante, bajo el cobijo de la posverdad, los estribillos expiatorios de la “guerra económica” ganan adeptos día a día, mientras el gang diversifica sus ganancias vendiendo a pedazos el territorio nacional, ocultando el incremento de sus jugosos negocios con la fachada del “milagro” de la “recuperación económica”. Que la verdad sea la “norma de sí misma y de lo falso”, como dice Spinoza, impone la tarea de sacudir con fuerza la cadena recubierta de flores, para que sus eslabones queden al descubierto, a plena luz del sol. Si algo tiene de verdadero la posverdad es que, a partir de ella, conviene actuar sine ira et studio, con el firme propósito de ubicar la tierra de donde se nutren sus raíces para desenterrarlas. Ella, lejos de ser un simple ocultamiento de la realidad de verdad, es el movimiento real que anima la puesta en práctica de la inteligencia política.