Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Al abyecto recuerdo de los espadachines a sueldo
Cada época histórica tiene sus propias leyes. Las diversas formas en virtud de las cuales la humanidad ha desarrollado sus diferentes modos de vida no son una abstracción, incluso a pesar de que en cada una de ellas puedan haber surgido elementos similares o hasta idénticos a las del resto. El modo de hacer característico de los individuos siempre está socialmente determinado por su época. Las más diversas actividades y disciplinas a las que se dedican los seres humanos no son formas aisladas, ajenas a su contexto específico, histórico y cultural. De hecho, el considerarlas como formas generalizadas, aisladas de sus circunstancias, es un ejercicio de la imaginación desprovisto de fantasía. Son simples “robinsonadas dieciochescas”, incapaces de expresar, más allá de las presuposiciones, alguna justificación que convalide la remota posibilidad rousseuniana de sustentar la vida en el primitivo “buen salvaje”.
Como afirma Marx en sus Grundrisse –sí, el Marx auténtico, el recientemente citado Ricardo Hausmann, no el manipulado y adulterado por el socialismo oficial, primitivo y parasitario–: “Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo como dependiente y formando parte de un todo mayor: en primer lugar, y de una manera todavía muy enteramente natural, de la familia y de esa familia ampliada que es la tribu; más tarde, de las comunidades en sus distintas formas, resultado del antagonismo y de la fusión de tribus. Solamente al llegar el siglo XVIII, con la “sociedad civil”, las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados, como una necesidad exterior. Pero la época que genera este punto de vista, esta idea de individuo aislado, es precisamente aquella en la cual las relaciones sociales (universales, según este punto de vista) han llegado al más alto grado de desarrollo alcanzado hasta el presente. El hombre es, en el sentido más literal, un zoon politikón, no solamente un animal social, sino un animal que sólo puede individualizarse en la sociedad”. Toda forma de producción y de reproducción, representada con independencia de su contexto histórico, “es tan absurda como la idea de la existencia del lenguaje sin individuos que vivan juntos y hablen entre sí”.
Que toda la vida hayan existido la producción, el mercado y el dinero no significa que la sociedad capitalista haya existido siempre. La creencia en el “siempre ha existido y siempre existirá”, vendida como una realidad inevitable, como un hecho natural, desde los “picapiedra” hasta más allá de los “supersónicos”, es parte de las “robinsonadas” por las que acostumbra inclinarse el entendimiento abstracto, su más eficaz promotor. Pero la verdad es que la sociedad capitalista propiamente dicha no existió hasta que, como resultado de un largo proceso histórico en el desarrollo de las fuerzas productivas, motivado por una serie de transformaciones en el régimen de producción y comercialización nunca antes visto hasta entonces, tuvo lugar la llamada “acumulación originaria de capital”. A partir de entonces, dejó de ser una determinación más, entre muchas otras determinaciones sociales, para imponerse históricamente como forma de vida, como modo de ser, hacer y pensar. Y sólo a partir de entonces, cada determinación social se le hizo dependiente, como los astros que giran alrededor del sol.
El ejemplo del modo como se fue fraguando históricamente la sociedad capitalista, cabe perfectamente para explicar la característica esencial que existe entre el negocio del narcotráfico en general y la consolidación de la narcotiranía enquistada en Venezuela. Es verdad que siempre han existido tiranías y que casi todas –por no decir que todas– han sido complacientes con la producción, distribución y comercialización de narcóticos, desde los tiempos imperiales del opio hasta los actuales carteles de la cocaína y sus derivados, desde los grandes despotismos orientales del pasado hasta las dictaduras latinoamericanas del siglo XX. Se sabe, por ejemplo, que Fulgencio Batista se hizo socio de Charles “Lucky” Luciano y que convirtió a Cuba en el cuartel general de una de las más poderosas e influyentes corporaciones de la droga durante el pasado siglo. Se afirma lo propio de las llamadas dictaduras del Cono Sur y, por supuesto, del papel estelar cumplido por Manuel Antonio Noriega, quien hizo de Panamá un puente de referencia mundial para el tránsito de drogas. Tampoco es un secreto que ciertos gobiernos democráticos de la región, es decir, electos por votación popular, fueron señalados en su momento como cómplices directos del narcotráfico, como en los casos de Colombia, Perú y México. Pero todos estos casos, históricamente comprobables, muestran una diferencia fundamental con respecto a lo que viene sucediendo con la narcotiranía que mantiene secuestrada a Venezuela.
En la Venezuela del régimen chavista, el negocio de la droga dejó de ser un negocio más entre otros para imponerse, históricamente, como una forma de vida, un modo de ser, hacer y pensar. Y a partir de entonces, cada determinación social se le ha hecho dependiente, de nuevo, como los astros que giran alrededor del Cartel de los Soles. Sin proponérselo, Fulgencio Batista fue un maestro para Fidel Castro, pero con una importante distinción: esta vez, no se trataba de obtener ingentes ganancias con el narcotráfico, sino, además, de utilizarlo como un arma política, precisamente, contra el régimen capitalista mundial mediante la construcción de una red, de un gran cartel internacional, que agrupara a todos los enemigos de la llamada sociedad occidental. Castro, como si se tratara de un partido de futbol, intentó meter el “golazo” una y otra vez, hasta que, convertido ya en un anciano, encontró en Chávez –a quien hizo su discípulo– su “goleador” estelar. El mecanismo empleado fue el Foro de Sao Paulo, el cartel de los carteles. Por primera vez, cultivo, producción, comercialización, distribución y tráfico fueron ensambladas como una gran cadena de montaje. Por primera vez, la droga se transformaba en el medio para el fin. No se trataba tan solo de un jugoso negocio, sino de la chiave di volta que, “más temprano que tarde” terminaría socavando las bases mismas de la sociedad capitalista moderna, intoxicándola. Así, pues, parafraseando una popular consigna entre los estudiantes de los años setenta y ochenta, “entre droga y revolución no hay contradicción”. La política “revolucionaria” y “antiimperialista” encontró en el narcotráfico su mejor sustento y su programa de acción. Su teoría y su praxis.
Muerto Chávez –y más tarde Fidel–, Maduro y Cabello continuaron “el legado”. Y a pesar de los reveses, la narcotiranía prosigue engañando al mundo. Las capuchas de otros tiempos sirven hoy para encubrir los verdaderos objetivos. Los reales victimarios se muestran ante el mundo como las víctimas. Algunos los perciben con ingenuo candor. Desconocen la “picardía” del Caribe. Otros, simplemente, fingen y esquivan la mirada. Muchos son cómplices. Las cosas se invierten con harta frecuencia. Marx afirmó que la religión es el opio de los pueblos. Hoy por hoy, las drogas son la religión de los pueblos. El bucle ha concrecido y se cierra. Entre tanto, un país, secuestrado y abatido, mengua con los días, mientras la seguridad del mundo libre se ve cada vez más amenazada.
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