Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Hay quienes presuponen que la ética y la moral son simples sinónimos. Son, en su mayoría, quienes atienden las representaciones propias del más craso sentido común, ese que Spinoza califica como “el primer grado del conocimiento” o “el conocimiento de oídas o por medio de cualquier signo de los llamados convencionales”. Pero también “por experiencia vaga, no determinada por el entendimiento”. Son quienes desconocen el hecho de que las palabras son determinaciones de la historia, surgen en ella y en virtud de la necesidad que ella, objetivamente, impone. O lo que es igual, que la acción humana –devenida Espíritu– se impone a sí misma. Ni la historia es un anecdotario del pasado ni las palabras son flatus vocis. La historia es, siempre, y como afirma Croce, “historia contemporánea”, dado que su estudio encuentra su motivación esencial en un interés que surge en el presente, en el ‘aquí y ahora’. Las palabras, por su parte, tienen sentido y significado históricos, y no pueden ser utilizadas sin ton ni son, abstractamente, es decir, indeterminadamente, sin que ello tenga consecuencias, por cierto, históricas, sociales y, en última instancia, políticas.
Cuando una sociedad se pregunta por temas y problemas relativos a la ética y la moral es porque, quizá sin poseer cabal conciencia de ello, está poniendo al descubierto el síntoma de sus fallas y ausencias. Se exige, se reclama, lo que no se tiene. En medio de su infelicidad, la conciencia siente que cuando los precios de los artículos de primera necesidad aumentan día a día y cada vez más, cuando las calles se inundan de basura, cuando se va la electricidad “las horas que sean necesarias” o no sale agua por el grifo, es porque hay responsables, no solo por incompetencia técnica o profesional sino, sustancialmente, porque alguien se está enriqueciendo con el sufrimiento de la población. ¿Quién responde por las desgracias de los venezolanos? ¿Quién o quiénes son los responsables de sus actuales miserias? He ahí –como se dice– un asunto que atañe directamente a cuestiones de naturaleza ética y moral.
Pero, cuando tal exigencia se hace, no pocas veces se asume como si, quien la hace, estuviese ubicado más allá de todos los impíos y pecaminosos, como si el resto, aquellos maculados por la corrupción de cuerpo y alma, le fuesen extraños, ajenos, distintos y distantes. El dedo señala y apunta en una sola dirección: son “ellos”, los “otros”, los únicos responsables del desastre. Desde su inmaculada, reluciente e intachable vestidura de blanco perfecto, la conciencia infeliz acude al púlpito para enjuiciar, pero nunca para enjuiciarse. Denuncia y exige sin denunciarse y exigirse. Las cosas no caen del cielo. La verdad es norma de sí misma y de lo falso. No han sido pocas las veces que la historia ha convalidado un viejo argumento hegeliano: los pueblos construyen los gobiernos que tienen. Nada sale de la nada. El único “castigo divino” está en el abandono de la educación en sentido enfático, estético, orgánico, en haberla sustituido por la simple instrumentalización, la cual, por cierto, al excluir de sus intereses la razón educativa, se hace cada vez más ignorante y mediocre. De las entrañas de esa ignorancia, de esa mediocridad, que se va propagando como la peste, surge la corrupción como modo de vida, mientras hace del colapso, el fracaso, el temor y el culto a la muerte sus mayores logros, sus elementos supremos, su satisfacción autocumplida.
Y de aquí resulta una diferenciación fundamental entre la ética y la moral, que conviene tomar en cuenta, a la hora de establecer precisiones que trascienden las abstracciones que desbordan el actual estado de la conciencia. Cuando se dice, de la mano de la reflexión del entendimiento, que la ética es teórica mientras que la moral es práctica, o, en otros términos, que la moral es la práctica de la teoría ética, se da por supuesto que la teoría es una cosa y la práctica es otra. La moral sería el lado activo, la ética el pasivo, que unas veces se entrelazan –como las trenzas de un zapato– y otras se separan. Se olvida que no puede haber conocimiento moral –en este caso, ético– sin objeto de estudio moral, pero, además, que no puede haber objeto de estudio moral sin sujeto que lo conozca. Así como no hay individuos sin sociedad ni sociedad sin individuos, no hay ética sin moralidad ni moralidad sin ética. Como no existe sujeto sin objeto, ni teoría sin praxis. Porque, entre dichos términos existe una relación necesaria y determinante. Solo se puede conocer lo que se hace. Solo se hace lo que se puede conocer. El mismo conocimiento es, de hecho, un hacer continuo. Verum et factum convertuntur, como dice Vico.
Que la moral y la ética no sean lo mismo y que no deban ser confundidas, o que la una no sea la supuesta aplicación práctica de la no menos supuesta teoría de la otra, no significa que su recíproco reconocimiento y adecuación no conformen los términos constitutivos de la vida humana, de la vida misma del devenir de la historia. La moralidad comporta el aspecto subjetivo de la conducta del individuo, la intencionalidad del sujeto, su disposición interior. La eticidad, en cambio, contiene el conjunto de costumbres y valores que se van efectivamente realizando en la historia, como lo son la familia, la sociedad civil y el Estado. Si bien la palabra moralis –mores– es la traducción al latín del ethikós –ethos– griego, no menos cierto es que conviene tener presente que el hecho de que las ciudades-Estado griegas enfatizaban lo social -la polis– por encima de lo individual, mientras que, viceversa, los romanos fueron los primeros en dignificar la figura del individuo y de otorgarle ciudadanía. Aristóteles habla de una “theoría ética”, no de una ética como teoría de la moral. El hecho de que ethikós derive de ethos, cuyo significado es el de costumbres, ya es indicativo de que la ética no se limita a la descripción de la conducta moral sino, más bien, versa sobre los criterios y valores que deben ser respetados por parte de los ciudadanos. En este sentido, y como sostiene Hegel, la eticidad es la idea misma de libertad, el “bien viviente” de la comunidad. No es un recetario de principios naturales o formales, previos al quehacer social, sino, justamente, la posesión en la conciencia social del saber y el querer que, mediante su actuación concreta, se constituye en realidad efectiva. La eticidad es la libertad conquistada que se ha convertido en mundo existente, en “naturaleza de la autoconsciencia”, de la que la moralidad forma parte indispensable, toda vez que en cada acto de cada individuo ella se hace objetiva. Su sustento es la educación. Es, pues, una demanda y una exigencia para todo nuevo orden que lucha por surgir de las cenizas, dejadas por la crisis, el comenzar a construir desde ya las bases firmes de una nueva ética para la consolidación de una nueva sociedad.