Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
La expresión que sirve de título a las presentes líneas es obra de la genialidad del humorista venezolano Emilio Lovera. Su personaje “el malandro asustadizo” -para mantener cierta reserva sobre la literalidad del adjetivo calificativo- la sentenciaba de continuo, no sin cierta solemnidad, propia de su background cultural, haciendo estallar de risa a toda la extinta república. Pero algo siempre queda. Y, por eso mismo, tal vez la expresión en cuestión resulte apropiada para comprender de una buena vez las diferencias que se ocultan tras la presuposición de que los que han sido instruidos son personas cabalmente educadas. En realidad, se trata, por cierto, de una cuestión de “falta de ignorancia”, como no sin maestría enseña -desde aquella emblemática denuncia del niño del cuento de Andersen, arrojada contra el rey desnudo- la saludable y siempre irreverente ironía que porta en su seno el buen humor, expropiado -también- por la gansterilidad. Falta de ignorancia era, además, lo que reclamaba el buen Sócrates -“solo sé que no sé”-, para no dejarse cautivar por la ficticia sensación de que los presuntos conocimientos instrumentales o metódicos -cuyo “no hay pele” trata de acallar la atormentada voz de su barruntar- tienen la última palabra.
El buen humor, no el mediocre -dado que su propia condición es su condena-, es por antonomasia dialéctico y contrasta tanto con la risotada del necio como con la seriedad prepotente del burócrata o del funcionario tribunalicio, del solemne mediocre acartonado, del tirano usurpador, del delincuente transmutado en cancerbero o en torturador, y hasta con el retorcido psiquiatra cínico. Los acomplejados y los resentidos carecen de humor y nada pueden saber de dialéctica. El buen humor es en sustancia dialéctico porque más que reproductivo es productivo, más que recreativo es creativo. Saca de su zona de confort al convencional para invitarlo a pensar. Es el Aschenbach -esa suerte de post-Feuerbach- de la Muerte en Venecia, de Thomas Mann. En El nombre de la rosa, Umberto Eco muestra en detalle la condición subversiva de la segunda parte de la Poética de Aristóteles, dedicada al humor como catarsis, o medio para la liberación del alma. Preferible incinerarla en las llamas del infierno antes que permitir, con su burla envolvente, el develamiento de la insensible rigidez de un mundo autosometido a la servidumbre del dogma que caracteriza a la barbarie ritornata. El humor, como la dialéctica, provoca la cólera de quienes sostienen los hilos de la tiranía, porque es el azote de la conciencia resignada: “En la inteligencia y comprensión positiva de lo que es abriga al mismo tiempo su negación, su muerte forzosa; porque enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir lo que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada”.
La dialéctica inmanente al humor descubre, con un guiño, la contracara del poder establecido. Muestra la fragilidad de los inquebrantables, la ira y el espanto de los rígidos, de los inflexibles, en el momento menos esperado. Y entonces, sus sospechas logran transformarse en evidencias palpables. Suele sorprender de rodillas al despiadado -cual Padrino frente a Fidel-, mostrando el rostro genuflexo de su aparente aceramiento. Son, en suma, diversos los modos de poner al descubierto la misma insustancialidad mediante la “falta de ignorancia”.
A la luz de esta perspectiva, se comprende el porqué del empeño de la gansterilidad contra la autonomía de las universidades. El arma más poderosa de las sociedades libres y prósperas es la conquista y preservación de su condición autónoma. La ausencia de educación estética, es decir, autonómica, es garantía de sometimiento, de sumisión, de heteronomía. Todo despotismo que se respete tiene la necesidad de garantizar la sustitución de la educación autónoma por la mera instrucción técnica. Tiene que impedir a toda costa que se sea capaz de pensar en sentido enfático. Incluso en aquellas profesiones que en otros tiempos llegaron a mostrar lo mejor de sus virtudes, su cabal compromiso con el ethos, y hoy han sido objeto del extravío de su concepto. Lo que una vez fue espíritu se ha reducido a letra muerta.
Un profesional promedio de estos tiempos puede ser un extraordinario operario en su disciplina o un técnico muy eficiente. Ha sido debidamente instruido, ha aprendido la techné correspondiente. Además, ha acumulado experiencia. Pero eso no significa que el diligente y esforzado especialista haya sido educado. Él, por su parte, no se considera un ignorante. Supone no serlo. De hecho, ha estudiado, no es un advenedizo ni un empírico. Está en sintonía con la pragmática de su oficio y maneja sus parámetros. Es natural que no le interese -y más bien le aburra- tener que vérselas con la literatura o la historia -“¡Dios, que fastidio!”-, o asistir a un drama o a una exposición de arte vanguardista -“¡disparate de garabatos!”-, y mucho menos tener que verse en la “obligación” de “calarse” un concierto de un Mahler -¡como para morirse del aburrimiento!-. Se inclina, más bien, por el reguetón, “La bomba”, el Tik-tok, o por empaparse de las últimas patrañas de La Hojilla. Trata de encontrar el mejor modo posible de relajarse, de “botar el golpe”. Este es el profesional promedio del target político-social de hoy. Es el posproletario, el “fámulo” de Vico devenido “cliente”. El confortably numb del presente padece el síndrome de burnout, y ha tocado “techo”. Carece de humor y, por ello, de juicio. Sus criterios son convenciones que toma “prestadas” de los mass media, sin apenas notarlo. Está convencido de que son tan suyas como las propiedades medicinales del cannabis. No sabe de juicios sino de prejuicios. Es el individuo modelo, apropiado, para todo régimen gansteril. Por eso la autonomía espanta, porque enseña a juzgar, es decir, a pensar. Lo cual es un peligro para todo cartel, un “lujo” que no se puede permitir. De ahí que la exigencia socrática por la falta de ignorancia sea el revés de su sobreabundancia. ¡Y cómo hace falta reconocerla, para poder aprender!
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