Aquellas huestes que hicieron la Independencia desaparecieron cuando el tiempo las condujo al Panteón, cuando se las llevó la muerte de los ancianos. Si el Ejército Libertador dejó de existir, como todas las realizaciones de la historia, y la Independencia es cosa de un pasado yerto y enterrado en cuya resurrección solo pueden pensar los ilusos. Entonces si los líderes “bolivarianos” de nuestros días, tan aficionados a la reconstrucción del pasado como asunto de hombres armados, quieren encontrar la cuna, con mirarse en el espejo del gomecismo tienen.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Es evidente que no existen relaciones entre la Independencia de España y la política del país de nuestros días, pero una manipulación empeñada en convertirlos en un todo idéntico y compacto obliga a repetir verdades de Perogrullo. En sociedades conscientes de su evolución se trataría de un esfuerzo innecesario el tratar de recordar las abismales diferencias de sucesos concretos y procesos históricos que existen entre los combates contra los realistas y los planes de la “revolución bolivariana”, pero no viene mal un repaso de rudimentos, un trabajo de manuales elementales, debido a que los excesos propagandísticos que hablan hoy de una segunda independencia y del renacimiento de un héroe como el paladín de Carabobo no han dejado de pescar incautos.
El nexo fue planteado por el teniente coronel Hugo Chávez en un libro propio de liceístas bisoños, o escrito por un entusiasta candidato a suboficial que se guiaba por pulsiones elementales, titulado El brazalete tricolor. En ese simulacro de bibliografía afirmaba el juvenil escribidor que no había concluido la epopeya independentista, que Carabobo esperaba por su segundo capítulo y que él había llegado para proseguirlo. Todo hubiera quedado en disparate pasajero, sin una clientela fraguada en los cuarteles. El autor se convirtió en teniente coronel y llevó a un grupo de colegas hasta la copa del Samán de Güere, tótem vegetal de la época heroica, para que juraran como supuestamente juró Simón Bolívar en Roma por la libertad de su patria. Entonces el anacronismo dejó de ser un furor juvenil para convertirse en plan de acción del siglo XX y del siglo XXI. Entonces se aseguró que la libertad no existía en Venezuela, como existió supuestamente entre 1811 y 1830, y que, en consecuencia, una logia de predestinados se encargaría de su restauración. Entonces, poco después, con el conjurado de Güere ya en el poder, una multitud de 50.000 personas repitió el mismo juramento en un mitin de Caracas para que el almanaque se revolviera o retrocediera, es decir, para que una manipulación de sentimientos patrioteros alimentada por la ignorancia de la multitud, o por su necesidad de creer en salvadores, hiciera la recluta para un nuevo combate con los Monteverde y los Boves y los Morillo y los La Torre de turno.
“Nadie se ha percatado de cómo los que dirigen los asuntos públicos se han empeñado en habituarnos a vivir como pacientes de un psiquiátrico”
Como los políticos y los opinadores no levantaron ni han levantado la voz para afirmar que se presenciaba un acto de insania, un atropello a la memoria y al sentido común, se repiten las monsergas de la Segunda Independencia y el mensaje de que estamos en las vísperas de otra Guerra de Troya criolla capitaneada por los descendientes de los lanceros de 1821, metamorfoseados en soldados de una patria que sigue porque Chávez vive. Porque, antes de morir, el bravío del piedemonte nos encargó la administración de su legado de pichón del Padre de la Patria. Porque, para colmos, hoy vivimos en una República Bolivariana y tenemos una Fuerza Armada Nacional Bolivariana, y conocemos los documentos del Alto Mando y del ministro Padrino como si los hubiera redactado el amanuense de la tropa antes del sacrificio de Antonio Ricaurte en San Mateo. Porque a nadie le parece que habitamos un manicomio, ni nadie se ha percatado de cómo los que dirigen los asuntos públicos se han empeñado en habituarnos a vivir como pacientes de un psiquiátrico o, mucho peor, como idiotas sin remedio en un domicilio caprichoso y anacrónico. Por consiguiente, cumplo la obligación de asegurar, de jurar, que el Ejército Libertador dejó de existir, como todas las realizaciones de la historia, y que la Independencia es cosa de un pasado yerto y enterrado en cuya resurrección solo pueden pensar los ilusos y los dementes.
También debo recordar, por último, que no existe ni puede existir ninguna relación digna de relevancia entre el ejército venezolano de la actualidad y las huestes que hicieron la Independencia. Esas huestes desaparecieron cuando el tiempo las condujo al Panteón, cuando se las llevó la muerte de los ancianos, o cuando algunos de sus restos se confundieron con las montoneras de la Guerra Federal y con la clientela de los caudillos del último tercio del siglo XIX. No hay ejército digno de tal nombre hasta cuando lo funda el general Juan Vicente Gómez siguiendo usanzas prusianas y pulsiones tiránicas. No hay ejército digno de tal nombre hasta cuando nace, a partir de la segunda década del siglo XX, como apéndice de una cruel dictadura. Si los líderes “bolivarianos” de nuestros días, tan aficionados a la reconstrucción del pasado como asunto de hombres armados, tan amigos del pebetero al soldado desconocido y tan empeñados en reeditarlo, quieren encontrar la cuna, con mirarse en el espejo del gomecismo tienen. Por cierto, fue Gómez quien construyó el arco y la estatuaria conmemorativos del Campo de Carabobo, en el cual desfilarán los adalides que nos dejó como vanguardia el comandante-historiador.