Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Sobrevivir. Esa parece ser la condición del ser y de la conciencia sociales del venezolano del presente. Tiempos –diría Hölderlin– de menesterosidad consumada. Devenir de una sociedad en la que hacer y decir no coinciden y, más bien, son términos opuestos, incompatibles. Punto nocturno de una contradicción en la que, por un lado, se halla el sacramento de la “pecaminosidad consumada” y, por el otro, el signo de la pobreza espiritual. “Sacramentum et signum”, afirmaba el maestro Pagallo. No se dice ni se piensa lo que se hace; no se hace ni se dice lo que se piensa. La palabra va de un lado y la acción va del otro. Venezuela padece del peor desgarramiento –de la peor Trennung– de su historia. Más bien, parece haber vuelto a la prehistoria, a la hobbesiana lucha de todos contra todos. “Felices son los tiempos en los que se puede pensar lo que se dice y decir lo que se piensa”, reza un viejo adagio de la Grecia posaristotélica que el joven Marx transformara en nervio central de su filosofía. Infeliz es la expresión de angustia, de impotencia o temor de esos rostros que golpean –con profundo rencor– la mirada en el Metro, en la buseta, en la cola del mercado, en el cajero automático, en la parada o detrás de la cava desde la que son lanzados los desperdicios en bolsas negras que recoge la indigencia para poder salvar el día.
Las virtudes públicas se han desvanecido en un rostro cargado de la agresión, el odio o la ignara prepotencia que destila el guardia, el policía o en el asesino de 15 o 18 años que, sin piedad, dispara sobre el rostro de su presa. O en la satisfacción del secuestrador que regresa, en pleno acto de intimidación contra su víctima, al estado de naturaleza para asumir la originaria condición de lobo del hombre. El ciudadano, entre tanto, soporta la carga entre el miedo y la esperanza. Y es ahí donde el entendimiento declara su propia bancarrota, porque ya no hay más recetas, más modelos, más métodos, más instructivos, más bailoterapias ni más “exit poll” capaces de dar cuenta de lo real. Como tampoco hay más “planes de la patria” ni “misiones” ni “operativos” capaces de coincidir con la realidad efectiva, de dar respuestas que permitan comprender y superar el actual estado de creciente descomposición orgánica. Y entonces se acude al rescate –cual héroe de grises comics– del sollen sein, es decir, nada menos que del “deber ser”, el cual se ha transformado en un auténtico “claustro de María”, para todos aquellos que no logran entrar en el “cielo de los cielos” de la eticidad. El “deber ser” se ha transformado en un anhelo, en toda una “ciencia” de los nuevos tiempos, en el cifrado agujero negro de la evanescente era posmoderna. En él todo cabe y todo vale, y toda posibilidad formal encuentra amparo, desde la santería hasta la astrología, desde la superchería hasta los hirvientes expedientes “x” de la burocracia, los cárteles o la corrupción, pues, a estas alturas, todo da todo –o nada– en medio de esta larga noche de gatos pardos y vacas negras. Es el fracaso de las abstracciones del causa-efectismo elevado a dogma y compartido por quienes asumen la ficción de ser distintos.
La eticidad (Sittlichkeit) fue magistralmente definida por Ortega y Gasett como civilidad. La Venezuela de hoy ha perdido su condición civil, su urbanidad, su Virtus. No es que no haya perdido toda capacidad técnica, toda destreza instrumental o toda inclinación espiritual –ese deseo de querer saber, de aprender nuevas tecnologías, de ser mejores y más meritorios, de tener una aproximación más precisa a los asuntos subordinados de la vida–. Todo lo que con tanto esfuerzo puso al país sobre la senda del desarrollo de su historia, hoy se ha desvanecido y yace en los pantanos de la mediocridad. Pero la causa de ello ha sido, justamente, la pérdida de la recíproca compenetración de lo público y lo privado, del individuo con la sociedad y de la sociedad con el individuo, a partir del mutuo reconocimiento de cada instancia de la diferencia de lo uno con lo otro. En último análisis, se trata de la creciente pérdida de la garantía de que lo uno y lo múltiple –lo público y lo privado– no se im-pongan, no sean im-puestos, uno por encima de lo otro. Y es que lo que se ha perdido es nada menos que la capacidad de juicio, aquella unión superior que permite la coincidencia de los propios intereses con los de la sociedad política, conformando el Estado ético, la eticidad propiamente dicha. Porque, desde su más diversa instancia, cada quien comprende que su labor lo trasciende, ya que mientras más mejoran sus asuntos privados con ello mejoran más los asuntos de la totalidad. Uno y todo: Hen kai Pan.
La eticidad es un modo de vida, el resultado de la continua formación cultural de los ciudadanos, y quizá el más alto grado de educación de la sociedad entera. Schiller, autor del “Himno a la Alegría”, que retumba y desborda la trayectoria de la Novena de Beethoven, la designó con el nombre de Educación Estética de la humanidad. Una educación estética no se limita –ni mucho menos se reduce– a abrir las puertas de la mera instrumentalización del conocimiento, ni a dejar abiertas las ventanas para que por ellas se esfumen los flatus vocis del “deber ser” y del lucrativo negocio de la venta de esperanzas, sobre todo en una población cansada de tanto esperar. En fin, se trata de hacer coincidir ser y pensar, de educar integral y orgánicamente a los individuos, con el propósito de que su yo particular se reconozca en el Volksgeist, en el espíritu de pueblo, sin por ello diluirse en él. El individuo se reconoce en la sociedad y la sociedad se reconoce en cada individuo. La “tortilla” no se voltea: no se cambia odio por odio, ni ganancias por ganancias: el individuo es por la sociedad y la sociedad por el individuo. El “deber” deja de ser un abstracto desiderato del más allá para hacerse sitte, costumbre del ser, absolutamente real y concreto.
Un país reducido a multitud, en el que la antipolítica ejerce funciones políticas y la política funciones antipolíticas, en el que la mediocridad –o la pobreza de espíritu– impera dentro y fuera del poder, requiere de ideas y valores, no de chambonadas y de “líderes” –tiranuelos– que vengan a “salvarnos”. Construir una nueva Venezuela, sustentada en el trabajo productivo y el saber innovador, es la tarea que conviene de una vez por todas construir. Porque, a pesar de la mala hora, cabe, una vez más, citar las palabras escritas por Gramsci, desde “la tumba” fascista: “Pesimismo de la razón. Optimismo de la voluntad”.