Por: Jean Maninat
Contra todo pronóstico nos hemos habituado a portar mascarillas, cual superhéroes de Marvel, para resguardar la salud de nuestra identidad. Hay, incluso, una estética de su uso, un cierto garbo en la manera de llevarlas, o un desaliño en la forma de portarlas. ¿Habrá algo más grotesco que esa protuberancia que llaman nariz asomando impertinente sobre la mascarilla a media asta? ¿Algo más hermoso y perturbador que unos ojos deslumbrantes viendo el mundo desde la cornisa de la mascarilla?
El cubrebocas puede ser una declaración, un posicionamiento, un statement ambulante para dejar sentada posición frente a la charlatanería científica o política, para remarcar el fervor nacionalista con un lunar patrio en un costado, la afición descocada por un equipo deportivo marcada por un diminuto escudo, o la vocación actoral gracias a una sonrisa estampada de Joker universal. Con el leve movimiento de subir sobre el rostro la colorida bandana, el bucólico cowboy se convierte, luego, luego, en temible asaltante de diligencias o forajido despanzurrador de bancos.
Los hay cruentos como el que obligaban a llevar al doctor Hannibal Lecter para resguardar a sus vecinos de celda de su impenitente gusto por la carne humana. O arteros como las capas que embozaban los rostros de los asesinos a sueldo en el Madrid del siglo XVII que recorrió el capitán Alatriste. Los hay aguerridos y benefactores como los que llevaban los trabajadores de la salud en lo peor de la pandemia para salvar vidas, a pesar de que dos grandes truchimanes presidenciales se burlaran y menospreciaran su esfuerzo. La mascarilla como símbolo de humanidad.
Y los hay inclementes, cosidos sobre los labios por la furia totalitaria en su empeño por acallar la disidencia, por borrar la libertad de pensamiento, la capacidad de discernir y optar por cuenta propia. Los hay obsecuentes, en forma de sonrisa permanente, mientras se pulula alrededor del líder, con bolígrafo y libretita en mano para anotar sus sandeces y celebrar su crueldad dinástica. O radicales, como una mueca de ira sempiterna, de desprecio hacia el que piensa políticamente diferente y se atreve a expresarlo. El rostro perverso de la mascarilla.
Y ahora se teje en cónclaves progresistas, en universidades de prestigio temerosas de perder ayudas financieras, en grupos de defensa identitaria, en trincheras cavadas en las redes sociales, un cubrebocas cultural que pretende uniformizar la vida sancionando públicamente al que ose discrepar, así sea un tris, de los estruendos de lo políticamente correcto. Grupos afines de bien pensantes de toda índole, de autoescogidos para propiciar el bien y la igualdad recorren las calles a lomos de Twitter repartiendo cubrebocas inflexibles a prueba de sonidos que no dejen salir una nota, una opinión discordante, una palabra diversa, un “oiga, por favor”. La mascarilla como instrumento de cancelación.
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