Publicado en: El Nacional
Por: Carlos Alberto Montaner
Todo sucedió el jueves pasado. Es solo cuestión de unir los datos y extraer las conclusiones. Los gringos, en su envidiable lenguaje de síntesis, le llaman “connect the dots”.
The Wall Street Journal publicó en su primera página que el gobierno de Estados Unidos hablaba con las facciones antimaduristas del régimen venezolano. Se refería, en primer término, a Diosdado Cabello. El principal autor de la información fue José de Córdoba, un notable periodista que no empeñaría su nombre en una patraña sensacionalista.
Cabello es un consumado negociante dispuesto a venderle el cadáver de su abuela a McDonald’s. Eso lo saben perfectamente los estrategas de Washington, especialmente Mauricio Claver-Carone, el principal asesor de la Casa Blanca para América Latina, o “Comeniños”, como lo designan los maduristas en su paranoica jerga clandestina.
Simultáneamente, la agencia Reuters publicó un extenso análisis de las relaciones militares entre Cuba y Venezuela. Los papeles estaban basados en dos documentos firmados entre Caracas y La Habana que demuestran algo que la académica María Werlau ha dicho, explicado y sostenido mil veces: la Venezuela de Nicolás Maduro solo se sostiene gracias a la siniestra ayuda de la inteligencia y contrainteligencia de la metrópolis cubana.
Esa noche del jueves 22 de agosto se presentó en Miami, en la sede del Interamerican Institute for Democracy, un libro escrito por su director rjecutivo, Carlos Sánchez Berzaín, titulado Castrochavismo, cuyo subtítulo revela y resume el contenido de la obra: “Crimen organizado en las Américas”. Lo que, al mismo tiempo, sugiere la forma de enfrentarse a ese fenómeno delictivo: recurrir a la Convención de Palermo para combatir las mafias.
Carlos Sánchez Berzaín sostiene que la cuestión ideológica ha pasado a un segundo plano y los países del “socialismo del siglo XXI” –Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia, puesto que Ecuador se dio de baja del cártel tras la elección de Lenín Moreno– se dedican al narcotráfico, la extorsión, el asesinato, la tortura y el apresamiento o exilio de opositores. Esas actividades, que incluye, si es necesario, la creación de “oposiciones funcionales”, las ocultan tras un falso manto democrático creando las primeras “dictaduras electorales con lenguaje de izquierda” que recuerda la historia del continente.
Bruno Rodríguez, el canciller cubano, niega (inútilmente) que Cuba se haya fagocitado a Venezuela. ¿Cómo Cuba puede ser la cabeza de ese tinglado si se trata de una nación muy pobre, totalmente improductiva, ocho veces más pequeña, de la que huyen todos los que pueden, que ha vivido adosada a la URSS, a Venezuela y que sobrevive alquilando profesionales en el extranjero o de las migajas de las remesas de sus cientos de miles de emigrantes?
Muy sencillo. Cuba aprendió de la URSS cómo sujetar a un país por medio de sus servicios militares. Entre 1960 y 1963 cerca de 40.000 interventores soviéticos montaron en Cuba el satélite de Moscú. Cuba, además, cuando desapareció el subsidio soviético, a partir de 1991, desarrolló un sistema de gobierno que principalmente beneficia a los mandos uniformados: el “capitalismo militar de Estado”.
Cuba lo tenía todo: el salivero ideológico, el sistema económico y los operadores satisfechos (los mandos militares), que garantizaban que el poder seguiría siendo detentado por la cúpula dirigente permanentemente. No solo vendían la dictadura llave en mano: agregaban la asesoría militar para impedir que el gobierno se escapara de las manos.
Naturalmente, “el modelo cubano” significaba el empobrecimiento progresivo del país y la “tugurización” o “haitianización” de la base de sustentación material, pero esas circunstancias carecían de importancia para los que mandaban. Ellos podían vivir en una burbuja artificial de comodidades y recursos.
Pero lo más grave de esa pesadilla de pobreza y brutalidad es que el “modelo cubano”, tiene que crecer a expensas de otras sociedades. Cuba necesita exportar su revolución para poder sobrevivir. Ese era el objetivo cubano del Foro de Sao Paulo. La mercancía que ofrece a cambio es su propio ejemplo: sesenta años de férreo control de una pobre gente que ha perdido cualquier vestigio de libertad.
Ojalá América Latina reaccione y sea capaz de “connect the dots”. En ello les va la vida.