Cosa Nostra – José Rafael Herrera

José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

José Rafael Herrera

Existen unos cuantos pensadores -pocos, en realidad- con los cuales se pueden tener diferencias conceptuales o hermenéuticas de fondo y, no obstante, reconocer al mismo tiempo la poderosa fuerza de sus ideas y los extraordinarios alcances de sus geniales intuiciones.

Walter Benjamin es uno de los distinguidos nombres que figuran en esa exclusiva lista de membership. En uno de sus ensayos, La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, pareciera advertir al lector la ruta que, tarde o temprano, terminaría por transformarse en el soporte de una de las industrias -devenida institución fundamental- que alimenta de continuo el desgarramiento del ser y de la conciencia sociales, propia de la compleja y dinámica existencia del tiempo presente, haciendo de la una la “imagen y semejanza” -siempre invertida- de la otra: la industria cultural y, particularmente, las poderosas industrias audiovisuales. Y es que los medios se han ido transformando en “el suspiro de la criatura agobiada”, en el corazón de un mundo sin corazón, en el opio real de un mundo cargado de adicciones, imaginarias y confusas, aunque no por ello irreales.

La vieja caverna del mito platónico es hoy el escenario -¡oh, maravilla!- en el cual fastuosamente se representan y reflejan las imágenes de “lo que es”, solo que, en esta oportunidad, “lo que es” se ha desdoblado entre la ficción y la denuncia de su expresión ilusoria. Y, no obstante, ¿a quién, en su sano juicio, no le podría atraer o gustar el cine? ¿Quién no anhela dejarse envolver y cautivar por el mágico “mundo del espectáculo”, capaz de transmutar el sueño en realidades y la realidad en sueños? Mario Puzzo nunca pensó que su obra cumbre, Il Padrino, se convertiría en uno de los grandes clásicos de “todos los tiempos”, abriéndole paso a uno de los géneros más “taquilleros” de la cinematografía contemporánea, hasta llegar a la última y más reciente entrega: El irlandés. Fue el cine -Hollywood, primero, y la reproducción de su reproducción, Netflix- el que hizo posible “el milagro”, la concreción de “el sueño hecho realidad”.

Un tipo como Nicolás Maduro podrá llegar a sentirse como la reencarnación tropical -cucuteña- de Stalin. Pero Diosdado es otra cosa: él es una meta-reproducción, es decir, la reproducción de una reproducción -en versión «quemaíto»- de los personajes de De Niro y Pacino, a mitad de camino entre Luciano y Capone, o entre Escobar y el Chapo. Y no se diga nada acerca de Padrino, cuyo apellido, de entrada, delata sus anhelos por conquistar la grandeza del gran cartel, del cartel hiperuránico, del cartel de los carteles. Deseos no tan ocultos, después de todo, en quien ha sido capaz de arrodillarse y lamerle las botas al Don, el difunto capo di tutti capi, con tal de consagrar su bendición. Vale la pena imaginarse a Maduro, a Diosdado o a Padrino tomar un libro entre sus manos. Mayor mezcla de fastidio y desprecio por la lectura y por todo lo que ella representa -las universidades, por ejemplo-, es una labor de factura incalculable. Por eso es que la época de la reproducibilidad técnica tiene sus ventajas: ir al cine, cualquiera sea su formato, es como una reminiscencia del teatro de la Academia Militar: es como leer el resumen de un libro, pero sin tener que leerlo, es decir, sin tener que quedarse “clavado”, como suele decirse, en jerga militar, de los que casi siempre se quedan dormidos, produciendo monstruos.

Según Karel Kosik, las variantes características de toda condición gansteril, es decir, de lo que podría denominarse como el cosanostrismo, se concentran en la disolución de los vínculos tradicionales, tanto religiosos como ciudadanos: “Lo que antes era refutado como falta y pecado, en el momento del viraje y del traspaso se afirma como una de las oportunas posibilidades de desarrollo. Los presuntos vicios se revelan, de repente como una fuente inagotable de energía social y palanca de progreso. Del egoísmo, del engreimiento, de la disipación, de las estafas, se origina el beneficio general por un decreto especial del destino”. De repente, los “vicios privados” se transforman en la sangre que mueve el corazón de las “virtudes públicas”. O para decirlo en los términos propios de la inversión de las imágenes de la reproducción técnica: los asuntos públicos, las funciones políticas, se convierten en la fuente inagotable de enriquecimiento personal. Como dice Spinoza, el dinero, el poder y la sensualidad se transforman en los indiscutibles y más auténticos “bienes supremos”. Es el culto por lo privado.

Los jueces y los funcionarios -insiste Kosik- se confunden con los bajos fondos criminales a tal punto que resulta una difícil labor establecer las diferencias. Se necesitan mutuamente, se entrelazan e imitan, los unos aprenden el uso y las costumbres del otro. El punto de encuentro viene dado por el interés común de hacerse rico en un breve lapso y “cueste lo que cueste”. El cielo es el límite de la riqueza fácil. Y es entonces cuando se va diseminando progresivamente la cultura mafiosa, las costumbres mafiosas, el sentido mafioso de la vida: la cosa nostra. Es el arte mafioso de vivir, de interpretar la política, la defensa y seguridad, la justicia, el derecho, la información, las academias, los servicios de salud, el comercio, la industria, en fin, el conjunto de las relaciones sociales en general. A partir de sus premisas, la honestidad pierde todo peso ontológico, toda utilidad, todo valor. Cuando el objetivo principal de la existencia se concentra en la obtención ilimitada de riquezas, cuando la vida política, económica y social de un país la sustentan los matones a sueldo, la invocación de la honestidad se transforma en un cada vez más lejano «deber ser» que hipócritamente se invoca como un trofeo perfectible pero inalcanzable, intangible. En un mundo perfecto se toman decisiones perfectas. Pero como este mundo real no lo es, entonces se toman decisiones “realistas”. Las hojas secas nunca reverdecen.

Difícil será reconstruir el país. No tanto porque los organismos multilaterales y la comunidad libre y democrática internacional no vayan a contribuir decisivamente con la reactivación del aparato productivo y comercial, la creación de empleos, el restablecimiento de los servicios públicos o con la reconstrucción de la salud, la educación y la seguridad ciudadana. El Ethos nacional tiene que reobjetivarse. Si la seguridad alimentaria de una nación es vital para su supervivencia, la siembra educativa no lo es menos. El orden y la conexión de las cosas es idéntico al orden y conexión de las ideas. No se va muy lejos si las ideas no se adecúan a las cosas. Venezuela tendrá que reeducarse para poder transformar paciente y progresivamente a una población acostumbrada a las prácticas reñidas con el ejercicio ciudadano. Quizá lleve años. Pero no hacerlo es apostar por el fracaso de todo y todos.

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